Insumisos a la clase de música

EL PAÍS
Leo este excelente reportaje de José María Irujo publicado en el cuadernillo de Domingo de El País. Irujo, uno de los mayores especialistas en integrismo islámico, da una nueva entrega de lo que está ocurriendo en Melilla, una ciudad que conoce bien y que es un perfecto termómetro de la deriva que están tomando las comunidades musulmanas de las ciudades españolas del norte de África.
Hace unos meses, el propio Irujo contaba como una niña se negaba a quitarse el burka para ir a clase –en el reportaje de hoy nos relata que no ha regresado al instituto– y ahora son dos niños los que se niegan a dar clase de música, «porque es mala para mi cabeza y mis pensamientos», según le dice un niño de 12 años al periodista. Él y su primo se han declarado insumisos y se niegan a dar clase de música. El padre de uno de ellos justifica la negativa del crío. Descrito por Irujo como un tipo caracterizado con las vestimentas y los rasgos del rigorismo salafista más absoluto, espeta sin rubor: «Usted ya ha visto que él no la quiere estudiar y yo no le voy a obligar a hacerlo. Que cambien la ley, que le den libertad de estudiarla o no».
El imán de la mezquita blanca del barrio de la Cañada de Hidum, el más infestado por el integrismo, donde viven los críos insumisos a la clase de música, justifica a los chavales: «Si escuchas música y te toca al corazón, no te llega la lectura del Corán. El islam dice que la música es pecado. Está escrito. La música es lo contrario del Corán y te guía por el mal camino”.
El reportaje de Irujo llama, una vez más, a la reflexión. A pensar en el camino por el que están transitando las comunidades musulmanas de dos –no lo olvidemos– ciudades españolas, en las que poco a poco van ganando terreno los barbudos, los puros, como ellos mismos se definen, los defensores de una versión del Islam absolutamente incompatible con los principios democráticos que imperan en Occidente y que rigen nuestra vidas. Esos barbudos, esos salafistas, quieren regresar a la Edad Media, quieren ver a las mujeres tapadas de la cabeza a los pies y quieren la sharia como único cuerpo legislativo. Pero el reportaje de Irujo también me plantea una duda: ¿Habrá tanta contundencia contra estos alumnos como la que hubo contra los que se negaron a estudiar educación para la ciudadanía?. Confío en que sí la haya y acabemos así con los espacios e impunidad. Para todos.

Assange, de Mesías a villano


Lo he escrito en este mismo blog hace ya tiempo: no me gusta Julian Assange ni su ¿organización?, Wikileaks. No me he sentido nunca fascinado por este personaje, convertido en Mesías del derecho a la información y en salvador del periodismo por muchos medios que le entronizaron y llenaron centenares de páginas con sus cables. Medios tan respetables como El País o New York Times contribuyeron a agigantar la figura de Assange: reprodujeron en sus medios miles de comunicaciones filtradas por Wikileaks, que fueron pulidas, editadas y revisadas para evitar que en ellas se colase alguna información sensible, como nombres de confidentes o colaboradores. Pese al celo y la profesionalidad de los periodistas que trabajaron en la edición de esos cables –que no pongo en duda–, se deslizaron algunos datos que no debían haber trascendido nunca. La difusión de algunas de las comunicaciones que hacían referencia a procedimientos contra la mafia rusa en España provocaron ciertos disgustos en medios policiales y, sobre todo, judiciales, porque allí aparecían nombres que no debían conocerse.
En aquellos días, desde Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Canadá y otros muchos países se decía que Assange y los suyos estaban poniendo en peligro la seguridad de mucha gente. Los defensores de Wikileaks bramaron y pudieron, una vez más, poner en EEUU su foco y personificar allí el mal: «Assange está perseguido, la CIA ha puesto precio a su cabeza», clamaban. «Temo ser asesinado», decía el mártir… Naturalmente, la acusación de violación por parte de dos mujeres se enmarcaba también en esa campaña, que tildaba de montaje los cargos, y hasta de colaboradoras de la CIA a las supuestas violadas.
Ahora, Wikileaks ha anunciado que publicará 250.000 cables sin editar, a pelo, con nombres y apellidos de personas que colaboraron, por ejemplo, en la eliminación de terroristas o en operaciones militares de alto riesgo, lo que le ha costado la condena de los mismos medios que hace meses le entronizaron. Recuerdo esos reportajes de El País, en los que Assange relataba desde su confinamiento –en la mansión de un amigo– en Londres el infierno en el que se había convertido su vida o como el mismo diario se refirió a él como «El hombre que hizo temblar el Pentágono» en una entrevista en la que aseguraba que quería luchar «contra los abusos del periodismo».
A Assange nunca le ha interesado la seguridad de ningún informador, ni siquiera le ha interesado la libertad de información. A Assange le ha interesado solo el propio Assange. Es un megalómano de manual, investido de un aire mesiánico y justiciero. Una de las personas más comprometidas que conozco con la transparencia informativa y las leyes de acceso a la información, mi compañero de Interviú Daniel Montero, me lo dijo un día hablando del tema: «Wikileaks no debería tener un rostro y un nombre con el que se le identifique. Así pierde la esencia de lo que debe ser». Daniel es más joven, mejor periodista, mejor persona y por eso, seguramente, creía en Wikileaks y su sagrada misión de desenmascarar a los malvados gobiernos del mundo por la vía de la filtración informativa. Yo sigo prefiriendo el periodismo clásico: el del periodista armado con libreta, ingenio, agudeza y mirada crítica, poseedor de valiosas fuentes y con la preparación y los códigos suficientes para saber lo que se puede publicar y lo que no se puede cuando se hace con una documentación valiosa sin necesidad de mesías. Ese es, precisamente, el periodismo que hace Daniel Montero.

La congresista Giffords y los políticos españoles


Leo hoy en El País una estupenda crónica de Yolanda Monge sobre la congresista Giffords, la víctima del último demente magnicida que ha dado Estados Unidos y no puedo evitar reflexionar sobre las diferencias que hay entre Estados Unidos a la hora de hacer y entender la política.
A Gabrielle Giffords le dispararon cuando estaba participando en una pequeña reunión con sus votantes, unos encuentros conocidos como Congreso en tu esquina, en los que los cargos electos responden ante quienes les han elegido: cada congresista o senador se expone ante sus vecinos –las personas que les han llevado hasta Washington–, contesta a sus preguntas, recoge sus quejas y sus reclamaciones… Desde 2006, la congresista había tenido diecinueve de estos encuentros.
¿Os imagináis a cualquier diputado español compareciendo en una plaza de la provincia por la que fue elegido para responder a sus votantes? No, naturalmente que no, porque en muchos casos ni siquiera han pisado la circunscripción por la que han sido elegidos, salvo en algún mitin: todas las listas se cuadran por intereses de partido y sin tener en cuenta a los votantes, que acuden a las urnas para votar a unas siglas que engloban casi siempre a personas intercambiables entre sí. Y, naturalmente, cuando uno es elegido diputado por Burgos, una vez logrado el escaño, no se acuerda ni de que por allí pasa el Arlanzón.
El perfil político de Giffords también llama la atención y, seguramente, es difícil de comprender desde aquí. La congresista es propietaria de una Glock 19, el mismo modelo de pistola con la que disparó Jared Lee Loughner. Es una defensora de la posesión de armas –como tantos otros estadounidenses, que invocan la Segunda Enmienda de su Constitución–, pero no es ninguna ultraderechista adscrita al Tea Party ni pertenece a la Asociación Nacional del Rifle, el lobby que más se opone al control de armas. Muy al contrario, Giffords es defensora del aborto y de la investigaciones con células madre –dos materias a las que se oponen los republicanos más furibundos–. Y, además, ha hecho todo lo que ha estado en su mano por acabar con la dura ley antinmigración de su estado, Arizona, que permite a la policía solicitar la documentación a cualquier sospechoso de no llevar papeles y ser castigado por ello. Y es que –y eso apenas se sabe o no se quiere saber– en Estados Unidos la policía no tiene la autoridad para solicitar documentación, a no ser que la persona sea sospechosa de haber cometido un delito. Es decir, la congresista demócrata rompe los clichés a los que somos tan aficionados en Europa y, concretamente, en España, uno de los países en el que más éxito cosecha Michael Moore, ese pseudocineasta que ha hecho carrera explotando hasta la náusea esos clichés, que Giffords hace saltar por los aires. Confío en la pronta recuperación de la congresista, para que siga llevando la contrario a Moore y todos sus palmeros.

Hoy es 11 de septiembre


Hoy es 11 de septiembre. Hace nueve años que el mundo cambió. Creo que a estas alturas, esa afirmación es indiscutible: unos terroristas bien financiados y adiestrados dejaron claro que occidente y sus valores –esos que nadie nos ha regalado, sino que se han conquistado tras siglos de lucha– eran vulnerables, golpeando en el mismísimo corazón de Nueva York, la abierta, la tolerante ciudad de Estados Unidos, que encarna mejor que ninguna en el mundo esos valores: la democracia, la tolerancia, la igualdad entre hombres y mujeres, la libertad…
Confieso que cada 11 de septiembre, igual que cada 11 de marzo desde 2004, dedico unos minutos a recordar lo sucedido y me emociono pensando en los ataques terroristas, en las víctimas, en el shock vivido por dos ciudades a las que amo –Madrid, donde nací yo y nacieron mis hijos, y Nueva York, mi ciudad favorita, a la que intento volver siempre que puedo–. Aquel 11 de septiembre mi percepción fue que unos tipos querían acabar con mi sistema de vida –lo que se denomina democracia occidental–, al que odian por razones que desconozco: odian que en las escuelas haya niñas, odian que Dios permanezca en la esfera privada de cada uno, odian que haya leyes hechas por los hombres… Tuve esa misma percepción el 11 de marzo de 2004, cuando Al Qaeda golpeó Madrid y siempre pensé que si los terroristas islámicos no habían atacado mi ciudad antes era porque no habían podido y no porque considerasen que la participación de España en la guerra de Irak les daba carta blanca para hacerlo. Hoy he leído en El País este imprescindible artículo que firman Ignacio Cembrero y Fernando Reinares y que apunta hacia esa tesis. Es decir, Al Qaeda ya tenía a España como objetivo antes de la intervención española en Irak. Era cuestión de tiempo.
Este 11-S ha sido especial. Un descerebrado reverendo de Florida, con pistola al cinto –genial reportaje de John Carlin hoy en El País sobre el tema–, amenazó con hacer una quema pública de coranes, un barbaridad bendecida por la libertad de expresión casi sin límites que contempla la Constitución norteamericana. El miedo ante las consecuencias de semejante incorrección política se extendió por el orbe y mandatarios de todo el mundo se apresuraron a condenar la estupidez del reverendo Jones. Completamente de acuerdo con todos ellos, aunque espero la misma celeridad y la misma contundencia ante la próxima tropelía, por ejemplo, del Ahmadineyad, el presidente de un país que dispone de algo que se va pareciendo a un armamento nuclear y que consiente en su país lapidaciones de presuntas adúlteras y ahorcamientos de homosexuales.
La polémica sobre la instalación de un centro cultural islámico cerca de la zona cero de Nueva York también ha marcado este noveno aniversario. La libertad de culto está bendecida por la Carta Magna norteamericana. El propio presidente Obama lo ha recordado y ha salido en defensa del centro islámico. Desde aquí sólo invito a una reflexión: ¿estaríamos los madrileños de acuerdo en ver una mezquita frente a la cúpula de cristal que recuerda a las víctimas del 11-M? A mí, personalmente, no me gustaría. Creo que hay cientos de emplazamientos en los que la construcción del templo no ofendería a nadie. Aquí y en Nueva York.
Os dejo este vídeo, que recuerda lo ocurrido el 11-S con una canción de Alan Jackson.
Mi recuerdo para las víctimas de ese 11-S y para las del 11-M. En mi caso no hay olvido ni perdón para los autores de esos crímenes. Y yo, como ha dicho el presidente Obama hoy, tampoco estoy en guerra con el Islam. Pero sí con aquellos musulmanes que quieren acabar con mi sistema de vida.

Reflexiones antes de empezar el año


Para mí, como para casi todo el mundo, al año comienza ahora, con el final de las vacaciones de verano. Los anuncios de coleccionables en la televisión y los folletos de ‘Vuelta al cole’ que me han buzoneado en los últimos días no dejan lugar a dudas. Antes de comenzar la temporada –en Interviú, en Antena 3, en Onda Cero, en Caracol Miami y en el colegio Liceo Europeo–, quiero compartir con vosotros unas cuentas reflexiones sobre noticias de las últimas semanas y esta imagen del atardecer en la playa de la Barrosa (Chiclana, Cádiz), tomada el último día de mi estancia allí.
WIKILEAKS Y EL PERIODISMO. Leo hoy este reportaje en El País acerca de Wikileaks, la web que ha difundido en la red miles de documentos confidenciales sobre las guerras en Irak y Afganistán. Lo he dicho aquí alguna vez y lo repito: Wikileaks no hace periodismo, se limita a publicar documentos sin contextualizarlo y sin criterio periodístico alguno. Es decir, la misma importancia le da a un papel sin ninguna trascendencia –una comunicación rutinaria–, que a un informe jugoso que a un documento que puede poner en peligro la vida de una persona.
Yo, como tantos otros reporteros, manejo muchas veces sumarios judiciales, diligencias policiales, informes de todo tipo. Antes de publicarlos, hacemos un trabajo periodístico: leemos con atención, desmenuzamos, seleccionamos lo importante, desechamos lo que pueda causar un daño o un perjuicio innecesario –y me refiero a aparentes nimiedades como números de teléfono, de DNI o direcciones particulares–, es decir, pasamos esos documentos por el tamiz del periodismo, algo que ni de lejos hace Wikileaks. Es cierto que hay veces que no hace ninguna falta: cuando la misma web publicó las imágenes de la matanza perpetrada desde unos helicópteros norteamericanos, aplaudí su difusión.
Sé que Wikileaks cuenta con el aplauso de muchas colegas, precisamente ahora, cuando en España se habla de la tan ansiada ley de transparencia informativa, pero soy de los escépticos en torno a fenómenos como éste, igual que lo soy respecto a cosas como el llamado periodismo ciudadano. El periodismo debe ser hecho por profesionales, por periodistas. Otra de la cosas que me hacen desconfiar de Wikileaks es su opacidad, que contrasta con la transparencia que exige a todos. Nada se sabe de su financiación y en cada uno de los países en los que opera lo hace bajo una apariencia jurídica distinta.
Sigo creyendo en el periodismo, en el buen periodismo, al margen del soporte en el que se desarrolle. Creo que los buenos reporteros sobrevivirán a Wikileaks, al periodismo ciudadano y hasta a los propietarios de los medios de comunicación.

EL DÍA QUE CONOCÍ A CARLOS MENDO. Buen periodismo era el que hacía Carlos Mendo, fallecido hace unas semanas. Empecé a seguirle cuando era corresponsal de El País en Reino Unido y Estados Unidos. En los últimos años, le escuchaba de vez en cuando en Hora 25 y esperaba casi con devoción que sus artículos apareciesen en las páginas de internacional de El País, un diario al que los textos de Mendo enriquecían de una manera muy especial. Sus artículos sobre las elecciones norteamericanas, sobre las guerras de Irak y Afganistán o sobre los recientes comicios en Reino Unido eran un dechado de conocimiento de la historia y las instituciones y una deliciosa y continua toma de partido, casi siempre a contrapelo de la de los editorialistas de su periódico, lo que convertía los artículos de Mendo en un oasis de incorrección política.
Tuve la inmensa fortuna de conocer a Carlos Mendo en la sede de Sogecable. Fue en los primeros meses del año pasado, cuando yo colaboraba en Las Mañanas de Cuatro, en el que él participaba en la tertulia política. Allí, en la sala de invitados, donde se espera a entrar en el plató, me acerqué a él y con el mismo nerviosismo que el chaval que le pide un autógrafo a un cantante o a un futbolista al que idolatra, crucé unas palabras con él. Le dije que tenía que escribir más, que era una gozada leerle, que cada uno de sus artículos era una lección… «Dile eso a los responsables de mi periódico, que no quieren que escriba demasiado», me contestó con socarronería. Fue un placer conocerle y, sobre todo, leerle.

SIEMPRE LA GUARDIA CIVIL. Admiro profundamente a la Guardia Civil como institución y a muchos de sus agentes, entre los que cuento con buenos amigos. Creo que nuestro país no ha saldado aún la deuda que tiene con ese Cuerpo –como tampoco lo ha hecho con la Policía–. Desde hace décadas, muchos de sus hombres y mujeres han caído para que nosotros seamos un poco más libres. Fueron y son el objetivo preferido de los asesinos etarras y en el País Vasco ellos y sus familias han sido despreciados, insultados y vilipendiados, enterrados a escondidas y han sufrido un acoso insoportable para cualquiera que no esté hecho de la pasta de la que están hechos ellos. Por eso, me llaman tanto la atención las palabras de Alberto Moya, secretario general de la AUGC. Tras el asesinato de dos agentes de la Guardia Civil en Afganistán, dice que el Cuerpo tiene que retirarse de allí porque no está garantizada su seguridad. Menos mal que este Moya no mandaba en la Guardia Civil en los tiempos en que los agentes morían asesinados en dos en dos o sus casas cuarteles eran voladas de manera casi sistemática por toda España. Nadie garantizaba entonces la seguridad de la Guardia Civil y allí siguieron, en primera línea, combatiendo a los que querían acabar con nuestras libertades y con nuestro estado de derecho. Igual que siguen ahora, pero a miles de kilómetros, donde se crían y se forman los criminales que amenazan ya desde una década nuestro sistema. El capitán Galera y el alférez Bravo también murieron para que vosotros y yo siguiésemos disfrutando de nuestra libertad.

Noticias desde Afganistán


Leo en los últimos días varias cosas sobre Afganistán, país en el que, recordemos, hay 1.500 soldados españoles librando una guerra contra los talibanes y, por supuesto, construyendo escuelas, hospitales y granjas. Pero, básicamente, están en una cruenta y feroz guerra contra los terroristas afganos. El reportaje que publicamos hace unas semanas en Interviú deja muy claro que aquello es una guerra en la que se muere y en la que se mata.
Leo hoy mismo que cinco menores han muerto en un atentado suicida en Kandahar. Estas noticias ya casi no ocupan espacio en los periódicos. En los seis primeros meses del año más de mil civiles han muerto en atentados perpetrados por los talibanes o en los lamentables errores de los aliados y sus bombas nada inteligentes.
Leí ayer que las tropas holandesas dejan Afganistán, donde tenían casi dos mil soldados desplegados. 24 soldados de los Países Bajos han perdido la vida en Afganistán, donde Holanda ha desarrollado una labor bastante más digna que por la que se les recuerda: Srebrenica, donde gracias a la cobardía de los casos azules holandeses, los asesinos de Mladic masacraron a 8.000 civiles. Pero, aún así, no creo que sea un buen momento para que nadie abandone Afganistán y deje a su suerte a la población.
Y en España, naturalmente, según he leído en una encuesta publicada esta semana en El País, más de la mitad –el 51%– de los ciudadanos opina que la presencia de nuestras tropas en Afganistán no es necesaria. Por supuesto. ¿Alguien esperaba otra cosa? Yo no, desde luego. Han pasado seis años de los atentados del 11 de marzo y todavía hay gente discutiendo si detrás de las bombas estuvo ETA, un célula socialista, los servicios secretos marroquíes… Pues bien, los atentados del 11-M nacieron en lugares como en los que se desarrollan ahora mismo las batallas contra los talibanes. Allí es donde nacen matanzas como las de Madrid, Nueva York o Londres. Por eso es imprescindible que los aliados sigan allí y que derroten a los talibanes.
También leo estos días el revuelo causado por Wikileaks y sus papeles sobre la guerra. Enhorabuena a la web por sus revelaciones, pero eso no es periodismo, eso es publicar papeles confidenciales que llegan de fuentes anónimas. ¿Dónde está el trabajo periodístico? Aunque, por supuesto, eso no resta ni un ápice el éxito de la web, sobre todo en lo que hace referencia a la denuncia de los abusos y los crímenes de guerra cometidos allí y que, espero, gracias a ser publicados, serán perseguidos.
Por último, veo la portada de Time que acompaña estas líneas y siento envidia por la valentía que ha demostrado el editor. Bajo el titular «Lo que pasa si nos vamos de Afganistán», aparece una poderosa imagen de Aisha, una chica afgana de 18 años a la que los talibanes cortaron la nariz y las orejas por tratar de huir de la casa en la que la maltrataban. No hay equidistancias posibles en este conflicto y así de claro lo ha visto el editor de Time. O se está con los talibanes o se está contra ellos. Y la única manera de estar contra ellos es seguir en Afganistán hasta derrotarlos.

La foto


Me he topado con esta imagen viendo las ediciones digitales de los diarios a primera hora de la mañana. La foto ilustra este reportaje. Habla de Fátima, la única mujer de Cunit (Tarragona) que tapa su rostro completamente y que vive en una ciudad cuyas autoridades acaban de vetar el velo integral en espacios públicos. Leo su historia mientras no puedo dejar de mirar la foto. Fátima se casó siendo menor de edad, no entiende ni habla español pese a llevar nueve años en nuestro país –según cuenta quien habla por ella, su marido– y no ha trabajado nunca, sólo se ocupa de sus tres hijos.
El autor del reportaje describe muy bien cómo la mujer se deja fotografiar, cómo se mueve detrás de la maciza tela negra que la cosifica, que la convierte en poco más que un bulto, cómo sale presta a atender a uno de sus hijos… Y sigo mirando la foto. Retiro la mirada de su inexistente rostro y veo el resto de su indumentaria, que no deja al descubierto ni un centímetro cuadrado de su piel. Es un atuendo casi medieval. Y me fijo en su marido, Mustafa Briqa, veinte años mayor que ella. Lleva pantalones vaqueros, una camiseta y promete que su mujer cumplirá la ley. Que cambiará el velo por una gorra y gafas de sol. Dice que su esposa lleva velo integral por su propia voluntad, porque quiere estar cerca de Dios. No sabemos si es verdad, porque ella no habla. No sé si porque no quiere o porque no puede. No puedo dejar de mirar la foto y de pensar que esa pareja vive a cuatro horas de coche de mi casa, del lugar en el que trato de educar a mis hijos en principios como la libertad, la tolerancia y la igualdad entre hombres y mujeres.

Crimen de los Urquijo: punto y final


Tenía que ser Jesús Duva, el decano de los reporteros de sucesos y padre profesional de muchos de los que nos dedicamos a esto, el que cerrase periodísticamente el crimen de los marqueses de Urquijo (1980), el asesinato que, junto al del cortijo de Los Galindos (1975), marcó a la generación de reporteros de sucesos anterior a la mía.
Hoy, en El País, Jesús Duva cuenta que Javier Anastasio es ya un hombre libre, que puede regresar a España cuando quiera, ya que su posible delito ha prescrito, dado el tiempo transcurrido. En febrero de 2008 cesó la busca y captura que estaba vigente desde 1987, cuando Anastasio huyó de la Justicia, que le acusaba de haber acompañado a su amigo Rafael Escobedo el 1 de agosto de 1980 al chalé de Somosaguas donde fueron asesinados los marqueses.

En 1990, Jesús Quintero localizó y entrevistó a Anastasio en una playa de Brasil, país al que huyó y en el que, al parecer, ha estado refugiado todo este tiempo, mientras su figura, igual que el recuerdo del crimen, iban languideciendo en la memoria colectiva y en la de todos los que tuvieron que ver con ese episodio de la España Negra.
Yo tenía trece años cuando los marqueses fueron asesinados, pero pese a ello, he tenido oportunidad de escribir sobre el caso. En 1988 cubrí para el extinto diario Ya el suicidio de Rafael Escobedo en la prisión de El Dueso, en el que muchos comenzaron a convertirse en expertos en teorías conspiratorias; en 1990 escribí sobre la condena de diez años por encubrimiento a Mauricio López-Roberts; durante aquellos años hablé del asesinato con protagonistas y secundarios del caso, como los abogados Antonio García-Pablos y Marcos García Montes, el mayordomo Vicente Díaz Romero.
Luego, llegaron los crímenes que marcaron a mi generación de reporteros: Puerto Hurraco, Anabel Segura, Alcásser, el crimen del rol, el asesino de la baraja… Y el asesinato de los marqueses pasó a un rincón olvidado, del que hoy, para darlo por cerrado, lo ha rescatado nuestro maestro, Jesús Duva.

Los periódicos están para contar (buenas) historias

El País

Nuestra profesión lleva años devanándose los sesos en busca de eso que llaman modelo. Los periódicos tradicionales y las revistas perdemos ejemplares a un ritmo vertiginoso y las ediciones digitales, pese a crecer, no acaban de dar con la fórmula para que su negocio sea rentable. He dicho en este blog y en todos los foros que me han acogido que lo que tenemos que hacer los periodistas es contar buenas historias en el soporte que sea, porque las buenas historias distinguen a los buenos medios de los que parecen abocados a convertirse en soportes publicitarios, capaces de llenar sus páginas de despachos de agencia, de declaraciones de políticos y de periodismo de convocatoria.
Hoy es un buen día para los que creemos en esta teoría. A mediodía de ayer, llegó a las redacciones una noticia que, aparentemente, no era más que un suceso sin mucho recorrido: una mujer ciega cayó en las vías de la estación de Nueva Numancia y sufrió la amputación de un brazo. Leo las secciones de Madrid de los periódicos. Varios diarios despachan el suceso como un puro trámite, pero en dos de ellos –ABC y El País– se cuenta una historia, una emocionante historia. Se pone nombres y apellidos a la víctima, se cuenta por qué era ciega, a qué se dedicaba, lo qué significa para ella perder un brazo, se da su foto… Enhorabuena a El País, a ABC y a sus reporteros: Pilar Álvarez, T.G. Rivas y V. Saura. Siempre que haya profesionales dispuestos a buscar estas historias, el periodismo seguirá vivo.

Las lecciones de vida y de periodismo de Ramón Lobo

Foto: Moeh Atitar de la Fuente

Hoy mismo he leído en Babelia, una extraordinaria entrevista a Gay Talese, un reportero norteamericano que dio voz a personajes que ni por asomo hubiesen soñado con aparecer en medio alguno. En la entrevista, Talese lanza una reivindicación que tenía tanta validez hace cien años como ahora: «Siempre hará falta un buen periodista que mueva el culo y salga a la calle a escuchar a la gente, a mirar el mundo real y a escribir sobre él».
Ramón Lobo es uno de esos periodistas que da voz a los que nunca la tienen. Lo ha hecho siempre. Desde sus primeros pasos como corresponsal de guerra en el conflicto de la ex Yugoslavia hasta hace poco, cuando viajó a Haití para poner su particular lupa en el país caribeño tras el terremoto. Es un verdadero deleite leer a Ramón en El País o en su blog, una de las bitácoras más brillantes, divertidas y sorprendentes de cuantas hay en la red. Hace muy pocos días, una muy buena amiga –nada aficionada a los blogs, ni siquiera al mío– descubrió el blog de Ramón y se convirtió casi al instante en ferviente seguidora.
Ramón pasó tres meses en 2009 en Kabul, la capital de Afganistán. Allí no estuvo con señores de la guerra, ni con generales, ni con políticos. Dio voz a chicas que querían jugar al fútbol, a fotógrafos, a médicos, a niños que volaban cometas… Hizo un total de 35 piezas, que fueron publicadas en El País y ahora son recopiladas en un libro, Cuadernos de Kabul, publicado hace pocos días por RBA.
Me confieso un fan incondicional de Ramón Lobo desde hace ahora mismo veinte años, cuando nos conocimos en la redacción del diario El Sol. Allí, Ramón formaba parte de una maravillosa sección de Internacional, en la que estaban Berna Harbour, Adolfo Lázaro, Carmen Postigo, Cecilia Ballesteros, Aurora Losada... Cuando se nos acabó el sueño de El Sol, El País tuvo el buen ojo de recoger a Ramón, que se convirtió en uno de los mejores corresponsales de guerra del mundo. Producto de sus vivencias en varios conflictos –Yugoslavia, Ruand…–, nació un libro maravilloso, El héroe inexistente, es decir, el anti-divo, el anti-periodista que se convierte en noticia, algo tan en boga hoy.
Hace apenas un par de meses coincidí con Ramón en el Congreso de Periodismo Digital de Huesca. Allí premiaron su blog y yo disfruté en el trayecto en tren desde Madrid hasta Huesca de unas cuantas lecciones de vida, de humildad, de buen humor y de periodismo, las que siempre da Ramón Lobo.