Bin Laden y el Alakrana


Personas con mucho más autoridad que yo –recomiendo especialmente a Fernando Reinares, Ramón Lobo y Enric González– han escrito estos días acerca de la muerte de Osama Bin Laden y las consecuencias que puede conllevar la acción de los Seals. Estoy entre los que piensan que el fundador de Al Qaeda perdió su oportunidad de que alguien le leyera los derechos hace mucho tiempo, incluso antes de perpetrar los infames atentados del 11-S, que ya le hicieron absoluto merecedor del final que ha tenido. Estos días, como en los últimos diez años, me he sentido mucho más cerca de las víctimas de la barbarie nihilista de Nueva York, Madrid, Londres, Nairobi, Dar el Salam…, que de los que claman pidiendo un juicio justo para Bin Laden o comparan la muerte del saudí con la de Allende o la de el Che Guevara (esto lo ha escrito Carlos Carnicero, de profesión, tertuliano). Creo que una buena parte de esas críticas lo que encierran es el mismo antiamericanismo que hizo pensar a muchos después del 11-S que «los americanos ya merecían algo así.»
Lo más sorprendente de lo ocurrido en los últimos días es todo lo referente a la política informativa del ejecutivo norteamericano. Recapitulemos lo dicho en las últimas horas: se ha reconocido que hasta la guarida de Bin Laden se llegó tras torturar más de un centenar de veces a un detenido en Guantánamo; se ha reconocido que no se avisó a Pakistán de que medio centenar de soldados de élite iban a irrumpir en su territorio e iban a realizar la más espectacular operación de comando de la historia reciente; se ha reconocido que Bin Laden estaba desarmado cuando un Seal le metió dos balazos y se ha reconocido que en la acción hubo otras bajas e incluso ya se han mostrado las fotos de algunos de los cadáveres.
No sé cuánto de lo dicho corresponde a la verdad, pero lo cierto es que es muy difícil dar más munición a los que critican la acción militar y reivindican que el criminal saudí tenía que haber sido juzgado. Sin embargo, la Casa Blanca prefiere dejar las cosas así de claras: se hizo así y el presidente asume toda la responsabilidad de lo hecho, demostrando que es mucho más que un superdotado para la retórica. Casi coincidiendo en el tiempo, nuestra ministra de Exteriores, Trinidad Jiménez, ha tenido que desmentir la sentencia de la Audiencia Nacional que condena a los dos detenidos por el secuestro del atunero Alalkrana. En el fallo se deja bien claro que el Gobierno español pagó el rescate a los piratas somalíes para salvar la vida de los tripulantes. Jiménez ha vuelto a repetir el discurso de que España no pagó a los piratas, una mentira ya contada antes por Teresa Fernández de la Vega, Carme Chacón… Todo lo que rodeó el secuestro del pesquero deja a nuestro país en muy mal lugar: no solo se pagó un multimillonario rescate –sin que se dejase intervenir a los negociadores de las aseguradoras–, sino que se hizo lo posible para que los delincuentes pudiesen huir tranquilamente con el botín, pese a que la Armada tenía medios para haber cazado a los piratas, una vez que los rehenes estaban a salvo. Pero, claro, eso no habría encajado con el buenismo y el flowepower imperante en nuestro Gobierno. Pobres somalíes, sometidos por las potencias occidentales, que esquilman sus caladeros…
Es muy fácil desde las redacciones o desde el Congreso de los Diputados llevarse las manos a la cabeza porque Estados Unidos practica la tortura en Guantánamo. Con una superioridad moral que no sé muy bien de dónde procede y sobre qué se asienta pensamos que esos americanos no han superado la época del salvaje oeste, del wanted… Y preferimos no saber que nuestras fuerzas de seguridad han detenido a islamistas radicales gracias a las informaciones que han proporcionado detenidos en Marruecos y en Argelia en interrogatorios que nada tienen que envidiar a los de la CIA en Guantánamo. ¿Qué hacemos con esas informaciones? ¿No sirven? ¿Las desechamos porque han sido obtenidas sin las debidas garantías? ¿Soltamos a todos los islamistas que han sido detenidos gracias a estas informaciones? No, mejor nos tapamos la nariz, los ojos y los oídos y seguimos pensando que vivimos en un paraíso de libertades y derechos del que deberían aprender esos salvajes norteamericanos.

¡Cómo echo de menos a los héroes inexistentes!

Soy reportero de sucesos desde hace más de veinte años, aunque muy ocasionalmente me he apartado de mi especialidad, siempre de manera momentánea, porque se ve que lo único que hago de forma medianamente decente es lo de contar historias de drogas, crímenes y demás. Una de esas veces fue entre 1992 y 1993, cuando pasé una temporada en Bosnia-Herzegovina y en la Krajina, zonas entonces envueltas en una cruenta guerra civil. Fue una experiencia muy enriquecedora en lo personal y en lo profesional, no por la calidad de mis crónicas –entonces trabajaba en el hoy desaparecido diario Ya y en alguna hemeroteca deben conservarse–, sino porque tuve la oportunidad de conocer en Mostar, Sarajevo, Kiseljak, Zenica Travnik, Jablanica y otras cuantas ciudades a magníficos reporteros de guerra, a tipos a los que luego Ramón Lobo –probablemente, el mejor de todos ellos– llamó los héroes inexistentes en un imprescindible libro para todo el que quiera entender este oficio.
Durante la guerra conocí a Javier Bauluz, a Julio Fuentes, a Santiago Lyon, a Ramiro Villapadierna, viajé con Javier Espinosa y traté con muchos otros de los que desgraciadamente no recuerdo los nombres: tipos de la BBC, de ITV, de Reuters, de France Press… Por las noches, en el Holiday Inn de Sarajevo, a la luz de las linternas y las velas, yo me limitaba a escuchar boquiabierto sus historias y a tratar de aprender algo de esa gente que tenía un denominador común: estaban allí para poner voz a la gente de Sarajevo, a los civiles que a diario sufrían el criminal asedio serbio, para los que cruzar una calle para poder ir a por una barra de pan era un ejercicio de supervivencia… No escuché, vi, ni leí en las crónicas de ninguno de esos reporteros hablar de las penalidades a las que los periodistas nos enfrentábamos a diario: el peligro de los francotiradores, de las granadas de mortero, la mortal carretera del aeropuerto, que había que cruzar necesariamente para llegar a Kiseljak, una ciudad controlada por la ONU en la que comprábamos los suministros con los que luego sobornábamos a los soldados de los checkpoints (cigarrilos, botellas…) Nada de eso aparecía en sus crónicas, era material de consumo interno para comentar por las noches, con vaso de rakia y un cigarro. Uno de ellos, un genuino representante de lo que llamaban la tribu, me lo dejó un día muy claro cuando le conté que en la Krajina había estado unas horas detenido por cometer una imprudencia propia de un novato: «Eso no importa una mierda. Nosotros estamos aquí porque nos pagan, pero tarde o temprano nos largaremos a nuestras casas a comer jamón y a salir por la noche… Pero ellos, la gente que ves por las calles todos los días, se quedarán y cuando nos vayamos nadie les escuchará, por eso hay que aprovechar mientras estemos para que les oigan».
Echo de menos a esa clase de periodistas, esos reporteros que se volvían invisibles porque jamás giraba el foco hacia ellos. Estaban en esos lugares porque era su trabajo. Su obligación era llegar allí y contar lo que veían, pero la noticia nunca era si habían llegado tarde, temprano o con dificultades. En los último años la noticia es que un periodista permanezca en Bagdad aunque no sea capaz de transmitir una sola crónica; o escucho minutos y minutos de radio en los que el conductor del programa habla con la enviada especial a Irak para repetirle una y otra vez eso de «cuídate mucho, ten cuidado…»; o veo reportajes de televisión en los que el reportero caminando por las calles ocupa el 60 por ciento del metraje…
Pero lo de hoy ha sido definitivo. La llegada de tres periodistas de la cadena Ser a El Aaiún y su posterior expulsión se ha convertido en la noticia del día y no porque ellos lo hayan querido. Tanto Angels Barceló como Nicolás Castellano se han cansado de repetir que ellos no deben convertirse ni en noticia ni en protagonistas, pero la cadena SER se ha empeñado en ello y junto a la emisora, un buen número de medios que han elevado un gaje del oficio a la categoría de noticia.

‘London River’, una película que aquí nunca se hará


El verano no es una época propicia para ir al cine. La cartelera se llena casi exclusivamente de películas para niños y con las de adultos hay que andarse precavido, así que me decidí a ver London River tras leer las críticas favorables de mis colegas y ex compañeros de trinchera en El Sol Ramón Lobo y Guillermo Altares.
Es una película corta –no llega a los 90 minutos–, que no empieza a saborearse hasta que uno lleva un rato fuera de la sala y se da cuenta de lo que ha visto. La cinta relata la peripecia de dos personas unidas en la búsqueda de sus hijos, desaparecidos tras los atentados islamistas del 7 de julio de 2005, que dejaron medio centenar de muertos en Londres. Las interpretaciones de los protagonistas son sensacionales: la campesina inglesa protestante y el guardabosques africano musulmán son dos personajes completamente creíbles por la naturalidad con la que son interpretados.
Lo de menos –al menos a mí así me lo parece– es que los protagonistas profesen religiones distintas. Lo más significativo de la película es que muestra con un realismo casi documental el dolor de las víctimas de aquellos atentados, entre las que había musulmanes, hindúes, cristianos… Un dolor igual que el de las víctimas del 11-S o del 11-M. Echo de menos en España una obra así de sincera, así de honesta y así de cruda sobre los atentados de Madrid –recordemos que es la acción terrorista más grave de la historia de Europa–. Claro que en Londres no siguen discutiendo años después sobre titadyne o mochilas y ningún periódico o emisora de radio propagó disparates en aras a una mayor tirada o a una mayor audiencia.

Las lecciones de vida y de periodismo de Ramón Lobo

Foto: Moeh Atitar de la Fuente

Hoy mismo he leído en Babelia, una extraordinaria entrevista a Gay Talese, un reportero norteamericano que dio voz a personajes que ni por asomo hubiesen soñado con aparecer en medio alguno. En la entrevista, Talese lanza una reivindicación que tenía tanta validez hace cien años como ahora: «Siempre hará falta un buen periodista que mueva el culo y salga a la calle a escuchar a la gente, a mirar el mundo real y a escribir sobre él».
Ramón Lobo es uno de esos periodistas que da voz a los que nunca la tienen. Lo ha hecho siempre. Desde sus primeros pasos como corresponsal de guerra en el conflicto de la ex Yugoslavia hasta hace poco, cuando viajó a Haití para poner su particular lupa en el país caribeño tras el terremoto. Es un verdadero deleite leer a Ramón en El País o en su blog, una de las bitácoras más brillantes, divertidas y sorprendentes de cuantas hay en la red. Hace muy pocos días, una muy buena amiga –nada aficionada a los blogs, ni siquiera al mío– descubrió el blog de Ramón y se convirtió casi al instante en ferviente seguidora.
Ramón pasó tres meses en 2009 en Kabul, la capital de Afganistán. Allí no estuvo con señores de la guerra, ni con generales, ni con políticos. Dio voz a chicas que querían jugar al fútbol, a fotógrafos, a médicos, a niños que volaban cometas… Hizo un total de 35 piezas, que fueron publicadas en El País y ahora son recopiladas en un libro, Cuadernos de Kabul, publicado hace pocos días por RBA.
Me confieso un fan incondicional de Ramón Lobo desde hace ahora mismo veinte años, cuando nos conocimos en la redacción del diario El Sol. Allí, Ramón formaba parte de una maravillosa sección de Internacional, en la que estaban Berna Harbour, Adolfo Lázaro, Carmen Postigo, Cecilia Ballesteros, Aurora Losada... Cuando se nos acabó el sueño de El Sol, El País tuvo el buen ojo de recoger a Ramón, que se convirtió en uno de los mejores corresponsales de guerra del mundo. Producto de sus vivencias en varios conflictos –Yugoslavia, Ruand…–, nació un libro maravilloso, El héroe inexistente, es decir, el anti-divo, el anti-periodista que se convierte en noticia, algo tan en boga hoy.
Hace apenas un par de meses coincidí con Ramón en el Congreso de Periodismo Digital de Huesca. Allí premiaron su blog y yo disfruté en el trayecto en tren desde Madrid hasta Huesca de unas cuantas lecciones de vida, de humildad, de buen humor y de periodismo, las que siempre da Ramón Lobo.

Fue un placer


Fue un placer. Fue un placer reencontrarme después de tantos años con Ramón Lobo, compañero en aquella maravillosa aventura llamada El Sol, y, seguramente, el mejor reportero del momento. Fue un placer escucharle su sesión, en la que estuvo acompañado por Alfonso Armada –al que tuve el gusto de conocer después de haberle leído durante muchos años– y José Martí Gómez, otros dos enormes periodistas. Fue un placer conocer al director de El Periódico de Aragón, Jaime Armengol, y compartir mesa con él y con dos monstruos del periodismo de sucesos y, además, amigos, Mayka Navarro y Jesús Duva. Fue un placer tener un auditorio lleno de jovencísimos candidatos a periodistas a los que ni la crisis, ni las precarias condiciones de trabajos que les espera, ni el pesimismo que ha invadido de manera inexorable nuestro oficio les quita las ganas de convertirse en periodistas. Fue un placer hablar, discutir y confrontar opiniones con ellos. Fue un placer y un privilegio asistir al XI Congreso de Periodismo Digital y comprobar la amabilidad, la eficacia y la profesionalidad de todo el equipo que organiza el evento, encabezado por Fernando García. Gracias por contar conmigo.
En definitiva, fue un verdadero placer hablar de periodismo de sucesos. Porque parece que a algunos de los asistentes –no, desde luego, a los estudiantes– se les olvida que el congreso al que me invitaron es de Periodismo. Digital, sí, pero de periodismo. Y como dije y remarqué ayer, sólo hay dos periodismos: el bueno y el malo. Y ayer Jesús, Mayka y yo hablamos de buen periodismo. El que intento, día a día, seguir haciendo en Interviú, en Onda Cero y aquí, en mi web.