Ese diario existió y salió a la calle exactamente el 22 de mayo de 1990. Tuve la inmensa suerte de pertenecer a la redacción fundacional de El Sol, de formar parte de un proyecto casi visionario, que sentó muchas de las bases de lo que hoy son los diarios. Fue un proyecto tan ilusionante como breve –el último número salió a la calle el 27 de marzo de 1992–, pero para mí –no tengo ninguna duda al afirmar esto– fue la aventura profesional más bonita de cuantas he vivido en estos 24 años de carrera en el periodismo.
Anoche, en un bar situado a apenas un par de manzanas de lo que fue la sede del periódico, nos reunimos unos cuantos integrantes de aquella redacción fundacional. Allí estaba José Antonio Martínez Soler, JAMS, el primer director del diario, que me convenció para integrarme en su proyecto en unos 30 segundos; también estaba Arsenio Escolar, uno de los mejores profesionales que he conocido, responsable de la edición dominical; no faltaron los responsable de ese rompedor e innovador diseño, Pedro Pérez y Ricardo Curtis, y muchos de los componentes de lo que hasta ese momento yo conocía como maquetación y que en El Sol era edición gráfica; también estuvo el responsable de que el concepto de infografía cambiase para siempre gracias a sus gráficos en El Sol, Ricardo Salvador, y algunos de los componentes de su sección; no faltó Eduardo San Martín, otro de los responsables de aquella redacción fundacional; y hubo unos cuantos representantes de aquella joven pero aguerrida redacción: Ramón Lobo, Cecilia Ballesteros, mi hermano Juan Carlos Serrano, Cristina Díaz, Pepa Albarracín, Rosario García Gómez… Faltaron otros muchos de aquel elenco sensacional: Gonzalo López Alba, Alberto Pozas, Mar Hedo, Aurora Losada, Javier Rodríguez Ventosa, Francisco Jiménez, mi hermano Luis Rendueles, Carlota Lafuente, José Manuel Romero y tantos otros que formaban una redacción con un nivel que no he vuelto a encontrar en ninguna de las que he estado después…
Anoche, hizo veinte años que todos nosotros estábamos pendientes de aquella rotativa de Illescas (Toledo) para tener entre las manos el primer número de El Sol. Yo publiqué una información exclusiva: un grupo de trileros estafó a un diplomático unos cientos de miles de pesetas en el centro de Madrid… Hoy, trato cada día de seguir haciendo lo mismo –conseguir informaciones propias, exclusivas, que es lo que me enseñaron–, pero aquello fue irrepetible. Al menos, tengo la inmensa suerte de poder decir que yo formé parte de El Sol.
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Las lecciones de vida y de periodismo de Ramón Lobo

Hoy mismo he leído en Babelia, una extraordinaria entrevista a Gay Talese, un reportero norteamericano que dio voz a personajes que ni por asomo hubiesen soñado con aparecer en medio alguno. En la entrevista, Talese lanza una reivindicación que tenía tanta validez hace cien años como ahora: «Siempre hará falta un buen periodista que mueva el culo y salga a la calle a escuchar a la gente, a mirar el mundo real y a escribir sobre él».
Ramón Lobo es uno de esos periodistas que da voz a los que nunca la tienen. Lo ha hecho siempre. Desde sus primeros pasos como corresponsal de guerra en el conflicto de la ex Yugoslavia hasta hace poco, cuando viajó a Haití para poner su particular lupa en el país caribeño tras el terremoto. Es un verdadero deleite leer a Ramón en El País o en su blog, una de las bitácoras más brillantes, divertidas y sorprendentes de cuantas hay en la red. Hace muy pocos días, una muy buena amiga –nada aficionada a los blogs, ni siquiera al mío– descubrió el blog de Ramón y se convirtió casi al instante en ferviente seguidora.
Ramón pasó tres meses en 2009 en Kabul, la capital de Afganistán. Allí no estuvo con señores de la guerra, ni con generales, ni con políticos. Dio voz a chicas que querían jugar al fútbol, a fotógrafos, a médicos, a niños que volaban cometas… Hizo un total de 35 piezas, que fueron publicadas en El País y ahora son recopiladas en un libro, Cuadernos de Kabul, publicado hace pocos días por RBA.
Me confieso un fan incondicional de Ramón Lobo desde hace ahora mismo veinte años, cuando nos conocimos en la redacción del diario El Sol. Allí, Ramón formaba parte de una maravillosa sección de Internacional, en la que estaban Berna Harbour, Adolfo Lázaro, Carmen Postigo, Cecilia Ballesteros, Aurora Losada... Cuando se nos acabó el sueño de El Sol, El País tuvo el buen ojo de recoger a Ramón, que se convirtió en uno de los mejores corresponsales de guerra del mundo. Producto de sus vivencias en varios conflictos –Yugoslavia, Ruand…–, nació un libro maravilloso, El héroe inexistente, es decir, el anti-divo, el anti-periodista que se convierte en noticia, algo tan en boga hoy.
Hace apenas un par de meses coincidí con Ramón en el Congreso de Periodismo Digital de Huesca. Allí premiaron su blog y yo disfruté en el trayecto en tren desde Madrid hasta Huesca de unas cuantas lecciones de vida, de humildad, de buen humor y de periodismo, las que siempre da Ramón Lobo.