Hace unos meses, el propio Irujo contaba como una niña se negaba a quitarse el burka para ir a clase –en el reportaje de hoy nos relata que no ha regresado al instituto– y ahora son dos niños los que se niegan a dar clase de música, «porque es mala para mi cabeza y mis pensamientos», según le dice un niño de 12 años al periodista. Él y su primo se han declarado insumisos y se niegan a dar clase de música. El padre de uno de ellos justifica la negativa del crío. Descrito por Irujo como un tipo caracterizado con las vestimentas y los rasgos del rigorismo salafista más absoluto, espeta sin rubor: «Usted ya ha visto que él no la quiere estudiar y yo no le voy a obligar a hacerlo. Que cambien la ley, que le den libertad de estudiarla o no».
El imán de la mezquita blanca del barrio de la Cañada de Hidum, el más infestado por el integrismo, donde viven los críos insumisos a la clase de música, justifica a los chavales: «Si escuchas música y te toca al corazón, no te llega la lectura del Corán. El islam dice que la música es pecado. Está escrito. La música es lo contrario del Corán y te guía por el mal camino”.
El reportaje de Irujo llama, una vez más, a la reflexión. A pensar en el camino por el que están transitando las comunidades musulmanas de dos –no lo olvidemos– ciudades españolas, en las que poco a poco van ganando terreno los barbudos, los puros, como ellos mismos se definen, los defensores de una versión del Islam absolutamente incompatible con los principios democráticos que imperan en Occidente y que rigen nuestra vidas. Esos barbudos, esos salafistas, quieren regresar a la Edad Media, quieren ver a las mujeres tapadas de la cabeza a los pies y quieren la sharia como único cuerpo legislativo. Pero el reportaje de Irujo también me plantea una duda: ¿Habrá tanta contundencia contra estos alumnos como la que hubo contra los que se negaron a estudiar educación para la ciudadanía?. Confío en que sí la haya y acabemos así con los espacios e impunidad. Para todos.