Lo he escrito en este mismo blog hace ya tiempo: no me gusta Julian Assange ni su ¿organización?, Wikileaks. No me he sentido nunca fascinado por este personaje, convertido en Mesías del derecho a la información y en salvador del periodismo por muchos medios que le entronizaron y llenaron centenares de páginas con sus cables. Medios tan respetables como El País o New York Times contribuyeron a agigantar la figura de Assange: reprodujeron en sus medios miles de comunicaciones filtradas por Wikileaks, que fueron pulidas, editadas y revisadas para evitar que en ellas se colase alguna información sensible, como nombres de confidentes o colaboradores. Pese al celo y la profesionalidad de los periodistas que trabajaron en la edición de esos cables –que no pongo en duda–, se deslizaron algunos datos que no debían haber trascendido nunca. La difusión de algunas de las comunicaciones que hacían referencia a procedimientos contra la mafia rusa en España provocaron ciertos disgustos en medios policiales y, sobre todo, judiciales, porque allí aparecían nombres que no debían conocerse.
En aquellos días, desde Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Canadá y otros muchos países se decía que Assange y los suyos estaban poniendo en peligro la seguridad de mucha gente. Los defensores de Wikileaks bramaron y pudieron, una vez más, poner en EEUU su foco y personificar allí el mal: «Assange está perseguido, la CIA ha puesto precio a su cabeza», clamaban. «Temo ser asesinado», decía el mártir… Naturalmente, la acusación de violación por parte de dos mujeres se enmarcaba también en esa campaña, que tildaba de montaje los cargos, y hasta de colaboradoras de la CIA a las supuestas violadas.
Ahora, Wikileaks ha anunciado que publicará 250.000 cables sin editar, a pelo, con nombres y apellidos de personas que colaboraron, por ejemplo, en la eliminación de terroristas o en operaciones militares de alto riesgo, lo que le ha costado la condena de los mismos medios que hace meses le entronizaron. Recuerdo esos reportajes de El País, en los que Assange relataba desde su confinamiento –en la mansión de un amigo– en Londres el infierno en el que se había convertido su vida o como el mismo diario se refirió a él como «El hombre que hizo temblar el Pentágono» en una entrevista en la que aseguraba que quería luchar «contra los abusos del periodismo».
A Assange nunca le ha interesado la seguridad de ningún informador, ni siquiera le ha interesado la libertad de información. A Assange le ha interesado solo el propio Assange. Es un megalómano de manual, investido de un aire mesiánico y justiciero. Una de las personas más comprometidas que conozco con la transparencia informativa y las leyes de acceso a la información, mi compañero de Interviú Daniel Montero, me lo dijo un día hablando del tema: «Wikileaks no debería tener un rostro y un nombre con el que se le identifique. Así pierde la esencia de lo que debe ser». Daniel es más joven, mejor periodista, mejor persona y por eso, seguramente, creía en Wikileaks y su sagrada misión de desenmascarar a los malvados gobiernos del mundo por la vía de la filtración informativa. Yo sigo prefiriendo el periodismo clásico: el del periodista armado con libreta, ingenio, agudeza y mirada crítica, poseedor de valiosas fuentes y con la preparación y los códigos suficientes para saber lo que se puede publicar y lo que no se puede cuando se hace con una documentación valiosa sin necesidad de mesías. Ese es, precisamente, el periodismo que hace Daniel Montero.
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La correa de Daniel Montero
Creo haber hablado de él aguna vez en este blog. Daniel Montero es compañero en la redacción de Interviú, pertenece a una generación anterior a la mía y es uno de los mejores reporteros que he conocido, así que es un placer trabajar a diario con él. Ahora publica su segundo libro, La Correa al cuello, un relato de los últimos siete meses que Francisco Correa pasó en libertad, esos días definitivos en los que la Justicia y la Policía fueron cerrando la soga en torno a la garganta del cerebro de una gigantesca trama de corrupción, la desmantelada en la operación Gürtel.
He visto a Daniel parir este libro. He visto cómo ha pasado interminables jornadas esucdriñando cada folio del sumario, rastreando cada empresa, analizando cada conexión telefónica, repasando una y mil veces las conversaciones intervenidas… Le he visto cerrar citas con siniestros personajes, esos que se mueven en delgadísimas líneas y con los que Daniel se entiende a la perfección para conseguir lo que quiere de ellos y jamás traicionarlos. Parte de su trabajo lo he ido viendo en Interviú, lo he disfrutado semana a semana y ahora todos tenéis la oportunidad de comprobar en las páginas de La Correa al cuello el resultado del trabajo de un periodista de precisión
Que nadie busque en el libro intenciones políticas de uno u otro signo. No es el trabajo de Daniel. Él es un reportero. Concienzudo, trabajador incansable, riguroso, leal a sus fuentes y, sobre todo, capaz, como el más duro de los pitbulls, de hacer presa y mantenerla sin dejar de respirar. Pero, tranquilos, también tiene su lado tierno. Y, si no me creéis, echad un vistazo a su blog.