Hoy se sienta en el banquillo Antonio Ángel Ortiz, el pederasta de Ciudad Lineal. Su detención fue sido posible gracias a una investigación mastodóntica, donde tuvo un papel clave una pequeña de ocho años, la conocida en las actuaciones como TP (testigo protegido) 3. Un subinspector y una subinspectora hicieron con ella un trabajo enorme, convirtiendo en un juego la búsqueda de información. Reproduzco hoy esta entrada, publicada tras la culminación de la ‘operación Candy’.
(publicado originalmente el 26.09.2014 en zoomnews)
El final de la operación Candy ha acabado con una pesadilla que iba camino de convertirse en histeria colectiva, en la que no han faltado hasta intentos de linchamiento. La detención en Santander de Antonio Ángel Ortiz Martínez ha terminado con casi seis meses de investigaciones. El propio ministro del Interior ha puesto de manifiesto la complejidad de las pesquisas y ha hablado de una operación sin precedentes.
Al margen del discurso inflamado de la comparecencia de Jorge Fernández Díaz –que llegó pocas horas después del cataclismo provocado por su compañero de gabinete, Ruiz-Gallardón, a modo de cortafuegos–, la verdad es que el SAF de la Brigada de Policía Judicial de Madrid, al mando del comisario José Luis Conde, se ha enfrentado a una investigación de dimensiones mastodónticas: los coches comprobados, las casas cotejadas, las llamadas de teléfonos revisadas… Son cifras mareantes. Las pesquisas han dado lugar a unas diligencias muy voluminosas que pronto se convertirán en un sumario judicial enorme. Pero en ninguno de esos documentos quedarán plasmados momentos de esta investigación que solo los que han estado dentro de ella se llevarán en lo más profundo de sus almas, detalles que dicen mucho de la enorme humanidad de los agentes de la operación Candy.
Los primeros pasos de la investigación llegaron el pasado mes de abril, cuando una niña española de ocho años fue secuestrada durante varias horas. El modus operandi –la víctima fue narcotizada, lavada…– hizo saltar las alarmas de la policía, que se dio cuenta de que se enfrentaba a un depredador que había dado el que entonces pensaban que era su primer golpe. El único material que tenían para trabajar de manera fiable era el testimonio de la víctima. Un subinspector y una subinspectora hicieron con la pequeña un trabajo enorme, convirtiendo en un juego la búsqueda de información: la descripción del agresor, la de la casa a la que le llevó, la del coche.
Hay un momento que recuerdan especialmente los participantes en la investigación. Para tratar de identificar el coche en el que la pequeña fue introducida por su raptor, la pareja de policías se llevó a la niña hasta un concesionario multimarca, en los que hay vehículos de diversos fabricantes. De la mano de los agentes, la víctima del monstruo iba mirando y subiéndose a todos los coches, hasta que se decantó por un Toyota de dos puertas. Las pesquisas iban por buen camino, porque la misma niña había hablado a la policía de unos números que había visto en la ventanilla trasera, unos números que también correspondían a un Toyota. La pequeña también describió con precisión el panel de mandos del ascensor en el que la subió su secuestrador y el piso en el que consumó el ataque.
En junio llegó el peor golpe del pederasta y el peor día desde que comenzó la operación Candy para todos los que participaban en ella. «Se ha llevado a la niña delante de nuestras narices», me confesó con una rabia sin contener uno de los responsables de las pesquisas. El depredador había secuestrado a una niña china de seis años a la que había literalmente deshecho. Cuando me enteré de las lesiones sufridas por la pequeña, entendí el dolor y la ira de algunos de los participantes en la operación, especialmente de los que acudieron al hospital en las semanas que la pequeña estuvo ingresada, intentando, sin éxito, obtener algo de información de ella. Pese a todo, la suerte se puso del lado de la policía y ese día el cuidadoso monstruo dejó un resto biológico en las ropas de su víctima, una pequeña traza, que no vale a efectos identificativos, pero que sí ha servido para descartar perfiles. Las lesiones de la niña eran tan brutales que los agentes pensaron que el criminal estaba creciendo, que quizás la próxima víctima no viviría.
Las prisas le hicieron cometer errores
El verano llegó y la mayor parte de los responsables de las investigaciones aplazaron sus vacaciones para seguir con la caza del hombre: analizando llamadas, buscando un ascensor con un panel de un determinado color, revisando el padrón municipal y llevando de la mano a la que seguía siendo su principal fuente de información, la pequeña secuestrada en abril. A finales de agosto, volvió a actuar. Esta vez sin plan, sin narcóticos, sin guarida en la que dar rienda suelta a sus perversiones. Y con una precipitación que le hizo cometer muchos errores: su coche fue grabado por una cámara -aunque no sirvió de nada-, dejó una huella en la tienda a la que entró… El viento soplaba a favor de la policía, que avanzó en pocos días mucho más de lo que había hecho en varias semanas. El testimonio de esta víctima, junto al de la niña española agredida en abril y el de una pequeña japonesa que el pederasta intentó secuestrar ese mismo día de abril sirvieron para elaborar un retrato muy preciso del sospechoso.
La ciencia tuvo que dejar paso al instinto. La niña dominicana dijo que en el coche del agresor había una toalla, una bolsa deportiva y una botella de plástico. La descripción –grande, muy musculoso– y esos detalles encajaban con un asiduo cliente de un gimnasio. Los responsables del operativo decidieron echar un órdago: en 30 gimnasios de los barrios investigados plantaron dos policías para comprobar si por allí pasaba el tipo descrito, el de «la mancha en la cara como la de mi mamá», tal y como se refirió a la verruga en la cara del monstruo la niña japonesa.
Y el instinto y el trabajo policial clásico dio sus frutos: uno de los participantes en el dispositivo se encontró a Antonio Ortiz saliendo de un gimnasio. Lo vivido en ese momento y en las horas siguientes, cuando se comprobaron sus antecedentes, las residencias que tenía, cuando se vio que el puzzle encajaba, tampoco aparece en las diligencias. Una mezcla de emoción e impaciencia propia del investigador cuando sabe que su presa ya no tiene escapatoria.
El trabajo avanzaba a toda velocidad y mientras, invocando el socorrido derecho a la información, asiéndose a la demanda de noticias sobre el caso criminal del año, muchos periodistas cometieron –cometimos– imprudencias, revelando datos que pusieron palos en las ruedas de la policía. Aquellos días tuve una conversación que quedó grabada a fuego: «Ponte en mi lugar antes de decir o de escribir algo. En mi lugar y en el de los que llevan varios meses trabajando con una niña o en el de los que han tenido que ver lo que le ha hecho a la niña china». Me lo decía uno de los responsables de las pesquisas, alguien que llevaba ya varios meses persiguiendo al monstruo, sin vacaciones, que había hecho del caso algo personal.
Estas últimas semanas he vuelto a traicionar a mi profesión, como lo han hecho otros compañeros. He silenciado de manera deliberada información. Me puse en el lugar de los policías que llevaban de la mano a la niña por el concesionario de coches. Y he tenido que callar. El bien superior, el fin a proteger no eran mis lectores, ni mis oyentes, ni mis espectadores; era la caza del monstruo.
Ayer por la mañana, en los calabozos de la Jefatura Superior de Policía, se vivió una escena que tampoco quedará reflejada en las diligencias. Uno de los responsables de las pesquisas ha querido ver de cerca a Antonio Ángel Ortiz cuando ha llegado trasladado desde Santander. El detenido estaba tumbado. A gritos, el policía le ha dicho que se levantase. El pederasta, acostumbrado a los calabozos, a las detenciones y hasta a la cárcel, le ha contestado desafiante: «Aún no sé qué hago aquí». Una sonrisa se ha dibujado en el rostro del agente, la primera sonrisa amplia y franca en muchos meses: «Pues vete acostumbrándote, que vas a pasar mucho tiempo así».
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