Las ratas que se cuelan por los agujeros del sistema

El crimen de un guardia civil en Granada me ha traído a la memoria la muerte del policía Fernando Roncero, asesinado en 2001 dutrante un atraco en Móstoles por un delincuente que disfrutaba de un permiso penitenciario, tras matar quince años antes a un empleado de un banco. El asesino de Roncero, como el del guardia civil José Manuel Arcos, es una rata que se cuela por los agujeros del sistema.

(publicado originalmente el 10.06.2014 en zoomnews)


Una mañana de julio de 2001, Fernando, policía nacional de 44 años, salió de su casa para incorporarse a su trabajo, en la comisaría de Móstoles (Madrid). Ni su esposa ni su hija, de 20 años, prestaron especial atención a aquella mañana, que iba a ser la última de la vida del agente. Poco antes de las dos de la tarde, el coche zeta en el que Fernando y su compañero prestaban servicio fue alertado: había sonado la alarma en una sucursal de La Caixa. Los dos policías se acercaron a la oficina. Desde fuera todo parecía normal, así que entraron a preguntar. Allí, dos tipos los recibieron a tiros. Fernando se llevó cuatro balazos que acabaron con su vida. Pocos minutos después y tras un intenso cruce de disparos, uno de los atracadores resultó herido y el otro fue arrestado.

La hija y la mujer de Fernando leyeron aquellos días de 2001 que Eduardo Camacho y Miguel Alberto Fernández disfrutaban de un permiso penitenciario el día que asesinaron al policía. Leyeron que Camacho cumplía 38 años de prisión por matar, 15 años antes –en 1986–, a Manuel Jesús Cases, de 29 años, empleado de un banco en Alicante, y que Fernández cumplía 32 años por diversos delitos y tenía nueve causas abiertas en distintos juzgados. Los dos estaban ingresados en la prisión de Navalcarnero, donde los responsables de la junta de tratamiento habían desaconsejado esos permisos porque los dos internos seguían siendo un peligro para la sociedad. Pese a ello, unos jueces armados con la espada del garantismo y enarbolando la bandera de la reinserción concedieron los permisos que sirvieron para acabar con la vida del policía.

La vida siguió para la familia del policía Fernando. Seguramente no se enteraron de que en 2008, siete años después del asesinato del agente, Eduardo Camacho Chacón volvió a salir de prisión con un permiso, pese a los veinte años de condena que le cayeron por la muerte del policía. Aprovechó el tiempo, porque fue detenido por el grupo de Atracos de la Brigada de Madrid, acusado de otro atraco. Cinco años después, en 2013, y pese a acumular condenas de medio siglo, Camacho Chacón ya disfrutaba del régimen abierto que le permitía salir de la cárcel a diario y regresar a dormir. El delincuente dedicaba su jornada a juntarse con sus viejos colegas de Comillas, en Carabanchel, y planificar nuevos golpes.

El Grupo de Atracos de la Brigada le vio vigilando diversos bancos y centró a sus nuevos compinches: Antonio Maya y Javier Jimeno, veteranos atracadores. La banda asaltó una sucursal bancaria el pasado 16 de agosto de 2013 en Madrid. Las cámaras de la entidad grabaron a dos de los asaltantes con los rostros cubiertos por máscaras como la que lleva el protagonista de V de Vendetta y de oso. Los investigadores siguieron, vigilaron y fotografiaron a Camacho Chacón para comparar su aspecto con el del tipo que se veía en las imágenes grabadas por las cámaras de seguridad y concluyeron que su banda era la autora del atraco.

Desde el verano, la operación Vendetta era una de las prioridades del grupo de Atracos. Los agentes sabían que Camacho Chacón, de 57 años, y ya en libertad, lo volvería a intentar. Es una rata, un delincuente que desde los años setenta del siglo pasado no ha hecho otra cosa distinta a delinquir, que se había colado una y otra vez por los agujeros que tiene nuestros sistema para salir de prisión y volver a delinquir. El pasado viernes, el grupo de Atracos supo que era el día. Camacho Chacón y Montes, El Gitano, intentaron asaltar un banco, pero algo salió mal y se marcharon de vacío. Cuando estaban en su coche y se creían a salvo, media docena de policías del GEO cayó sobre ellos: les reventaron los cristales del vehículo y les engrilletaron en segundos, sin darles tiempo a coger la pistola que llevaban encima.

Casi al mismo tiempo, otro grupo del GEO asaltaba la casa del tercer miembro de la banda, Javier Jimeno, que ni siquiera pudo agarrar el arma cargada y montada que tenía en la mesilla. En poder de los atracadores se recuperaron las máscaras que emplearon en el atraco de agosto. Eduardo Camacho Chacón tendrá que responder ante la Justicia por otros dos asaltos y seguirá buscando los agujeros del sistema por los que colarse.

Cuando Camacho Chacón estaba esposado, el jefe del grupo de Atracos hizo una llamada: marcó el número de la hija del policía asesinado por el delincuente en 2001. Trece años después, aquella veintañera que despidió a su padre esa mañana de julio es inspectora de policía y dedica su vida a poner a buen recaudo a ratas como las que mataron a su padre mientras cumplía con su deber.

Oficinas de denuncia, una radiografía social

Las oficinas de denuncias son perfectas muestras de lo que falla y lo que funciona en la sociedad, micromundos en los que cada día se muestra lo peor, y solo algunas veces lo mejor, del ser humano.

(publicado originalmente el 19.12.2014 en zoomnews)


El hombre aguarda pacientemente su turno en la larga cola, haciendo tiempo como puede en la sala de espera de la oficina de denuncias de una comisaría de distrito madrileña, atestada, con otras veinte personas esperando. Al llegar delante de Rubén, el policía encargado de recoger las denuncias, le cuenta su problema: “Mis vecinos me están envenenando. Echan aire venenoso por las rendijas que dejan las puertas”. Rubén –nombre ficticio– ya se las sabe todas. Seis años en la ODAC (Oficina de Denuncias y Atención al Ciudadano) curten y, sobre todo, sirven para tener soluciones para casi todo. Rubén, siguiendo el consejo de un veterano subinspector, echa mano de la lista de direcciones de parroquias más cercanas y remite al denunciante a una de ellas. “Allí hay un hombre que le hará sentir bien –le dice con mucho tacto–. Pregunte por el párroco”.

Denuncias insólitas como esta llegan con frecuencia a la ODAC, el sitio natural de Rubén: “Es mi sitio, estar de cara al público. Pese a que es el destino menos reconocido y deseado de la policía, a mí me gusta, es mi destino ideal. Empecé en un zeta, en seguridad ciudadana y me dí cuenta de que no era lo mío”.

Todas las comisarías de España cuentan con una ODAC, “el lugar por el que entra todo el trabajo de la policía y, sobre todo, la puerta a la solución de los problemas”, según Rubén. La ODAC es, en muchas ocasiones, el primer punto de contacto de los ciudadanos con la policía: “La gente llega desesperada, creyendo que se le acaba el mundo porque le han robado su coche o su cartera. No puedes convertirte en un autómata; además de recoger la denuncia hay que utilizar la psicología y mostrarle al ciudadano el trabajo que se va a hacer después, quién va a investigar, que vea que hay alguna esperanza”.

Micromundos

Las oficinas de denuncias son perfectas muestras de lo que falla y lo que funciona en la sociedad, micromundos en los que cada día se muestra lo peor del ser humano. Rubén disfruta de su trabaja en la ODAC de una de las comisarías más movidas de Madrid, aunque a veces la realidad le arrolla: “Me gusta estar aquí, creo que estoy preparado para ello, pero a veces quizás tengo demasiada sensibilidad, me afecta más de la cuenta lo que veo y algunos días no soy capaz ni de comer”.

Agresiones sexuales, violencia doméstica y, sobre todo, cualquier delito del que sean víctimas los menores son los sapos que peor digiere Rubén: “He visto a padres y a madres emplear a sus hijos como arma arrojadiza y me horroriza. Recuerdo un tipo que para hacer daño a su mujer rapaba al cero a sus hijos o los teñía el pelo de rosa”.

Convivir con lo peor de la sociedad es, para Rubén, un método de aprendizaje: “Estar aquí te ayuda a evolucionar, es una permanente reeducación, aprendes con los errores de los demás y creo que te conviertes en una persona mucho mejor”. Los reporteros de sucesos solemos decir que somos unos privilegiados, porque en nuestro trabajo tenemos acceso a lo mejor y a lo peor de nuestro mundo. Y un día en la ODAC sirve para comprobarlo.

Mano izquierda

Una mujer rumana llega llorando, inconsolable, a la oficina de denuncias. Había logrado ahorrar 3.000 euros para volver a su país y le han robado el dinero, las maletas y la documentación. No tiene nada ni a nadie en un país en el que le ha costado años labrarse un futuro y segundos que alguien se lo arrebate. Rubén se ha encontrado muchas veces ante esta situación y el ángel custodio que lleva dentro sale en esas ocasiones: “Les doy mi comida, muchas veces hasta 20 euros… Pero, como yo, muchos de los que trabajan en las ODAC, porque te das cuentas de que esa gente está en una situación límite y todo lo que puedes hacer es darles consuelo y avisar al SAMUR social, un servicio que funciona de maravilla”.

La mano izquierda y el guante de fina seda para los delitos sexuales; la psicología para convencer al ciudadano de que su denuncia no dormirá el sueño de los justos y, por encima de todo, la bonhomía, son las armas de Rubén: “A la que hoy es una de mis mejores amigas la conocí porque le robaron en Barajas y el único documento que tenía para regresar a Italia, donde trabajaba, era su carnet de conducir y a la línea aérea no le servía a efecto identificativo. La llevé al aeropuerto, me identifiqué como policía y convencí a la encargada del embarque para que la dejasen subir al avión”.

Sin necesidad de maquillar estadísticas, en la ODAC saben qué delitos suben, en qué zonas, quiénes son las víctimas más vulnerables… En una jornada de trabajo por allí pasan robos con fuerza, con violencia, pensiones impagadas, lesiones, amenazas, estafas y alguien que asegura que le espían desde satélites. Rubén vuelve a tirar de su lista de parroquias. Un día cualquiera en la oficina de denuncias.

La última noche en el Zeta

Llegó al control de radiopatrullas de Madrid después de haber pisado mucha moqueta. Pero pronto el Zeta Sierra 20 se convirtió en un guía indiscutible para un grupo de jóvenes agentes que patrullan las noches de la capital, una «camada» que conforma el primer frente de batalla del 091.

(publicado originalmente el 24.10.2014 en zoomnews)


Alguien que estuvo bajo su mando, a bordo de un coche zeta, y que ahora anda en un destino bien distinto, me habló de él hace tiempo con un enorme cariño: «Es el mejor jefe que he tenido nunca. Le sigo echando de menos cada día». A las 21 horas del pasado sábado, RicardoZeta Sierra 20– inició su último turno como coordinador de noche de los radiopatrullas –los zetas– de cinco comisarías de distrito de Madrid. Ha ascendido a inspector y pasará una temporada en la escuela de Ávila antes de ir a un nuevo destino. Me avisó de que iba a ser una noche de lágrimas y de emociones a flor de piel. Antes de empezar su turno recibió un mensaje de uno de los suyos que le provocó el primer nudo en la garganta: «Creo que jamás volveré a tener a mi lado a un líder como tú, buena persona, coherente, cercano y, sobre todo, un jefe que se preocupa de su camada. Como tú no hay otro». El mensaje es de un tipo hecho y derecho, uno de sus cachorros, un patrullero que recorre cada noche los rincones más oscuros de Madrid y que convive en cada turno con lo peor de la ciudad. Pero también con lo mejor, con la hermandad que forman los que, como él, se suben en un coche policial e inician una jornada que no saben dónde les va a llevar con un escueto: «en servicio».

La última noche quería que fuese como una más, movidita, porque era sábado, pero una más, aunque endulzada por los profiteroles que le había preparado su mujer. Pero al llegar a base y cruzar su mirada con la de Rafa, su compañero, su hermano, supo que no iba a ser una noche más: «La sonrisa y mirada cómplice de Rafa me dice que sí pero no, me dice que trabajaremos igual que siempre, pero que nada será igual que siempre».

Ricardo llegó a los zetas procedente de un destino en el que casi siempre se está pisando moqueta, lejos de la mugre de la calle: «Diez años en protocolo de la Dirección General, así que decidí volver al barro, a los centauros o a los zetas, donde hubiese sitio». Y cayó en los radiopatrullas. Como subinspector, le tocó coordinar las comisarías de Latina, Carabanchel, Usera, Arganzuela, Moncloa y Centro. Es decir, medio Madrid. Media ciudad que por las noches patrullaban 90 policías en sus zetas, los que estaban bajo el mando de Ricardo: «Todos chavales jóvenes, la mayoría recién jurados, con mucha ilusión, pero sin experiencia y sin un guía. Esos 90 chavales se convirtieron en 90 hijos».

El panorama no era fácil: algunos de los distritos más complicados de Madrid al cargo de policías novatos que hasta la llegada de Zeta Sierra 20 no habían tenido un guía, un referente, algo imprescindible en cualquier oficio, también en el de policía: «Me dije que esto había que levantarlo y para eso era necesaria empatía, trabajo, trabajo, trabajo, vista larga y que me viesen trabajar como yo quería que trabajaran ellos».

Un enorme baño de realidad

El baño de realidad, tras dejar las moquetas y los despachos, fue enorme. «Mi trabajo consistía en coordinar todas las actuaciones de las intervenciones que se generan en el turno por las llamadas al 091. Somos los primeros que actuamos ante amenazas de bomba, homicidios, todo… El primer frente de batalla«. Un frente cubierto por reclutas: «Al principio, ardían el teléfono y la emisora, todo eran dudas hasta que los chicos fueron creciendo. La obsesión era motivar y que hubiera calidad, ante todo calidad».

Y pronto llegaron los primeros momentos complicados, en los que se mide la calidad, no del servicio, sino del mando. «Cuando uno de los zetas tenía un accidente, iba al hospital con la máxima de que esa soledad que te da ir en un zeta, no fuera tal, y que en todo momento se sintieran arropados y respaldados. Así veía yo la labor de un jefe».

Los 90 hijos fueron creciendo y haciendo un equipo pétreo, rocoso, impermeable, con su líder. Y desde esa fortaleza veían a diario lo peor de la ciudad, de la sociedad, la primera capa de basura que ellos, los componentes de los zetas, retiran antes que nadie: «Asesinatos, suicidios, muertes solitarias, mucha violencia de género, muchas reyertas, amenazas de bomba, incendios, robos con fuerza, atracos…, pero también muchos servicios humanitarios gratificantes o servicios en los que, por ansia e ilusión, nos hemos extralimitado haciendo las primeras investigaciones».

La última noche dio para algún respiro: «Recorrido por todas las comisarías en las que en los pequeños periodos de calma llamo a los chicos y chicas para despedirme de ellos. Risas, recuerdos, anécdotas y, sobre todo, miradas cómplices y cabezas bajas, los guardias no lloran, a uno se le escapa que han organizado una cena de despedida y más risas y abucheos para él».

Pese a luchar con monstruos y mirar cada noche al abismo, Ricardo y sus 90 hijos mantienen limpia la mirada. «De lo que más orgullosos estamos es de que tanta miseria no nos deshumanice y tengamos siempre la capacidad de empatizar».  Los peores momentos llegan cuando por la emisora uno de ellos pide apoyo: «Ese nudo en el estómago y el coche a toda velocidad cada vez que un compañero ha pedido  auxilio y esa impotencia y la obligación de mantener el tipo cada vez que han agredido a alguno de los chicos».

Su última noche, Ricardo quiso mantener los rituales. El café a las tres de la madrugada, «donde siempre, por supuesto, un lugar céntrico pero discreto, en un sitio especialmente escogido en el que no estás a la vista de todos, ya que para mí la imagen del guardia en el bar se malinterpreta aunque estés diez minutos». Lo sirve María, que le recuerda que no es una noche más: «¿El último café?» «Siempre es el penúltimo, María». Y la camarera recuerda la de veces que han dejado la cena por salir corriendo, la de veces que se la habrá recalentado. Y Ricardo piensa que a lo mejor hasta alguna vez se ha ido sin pagar.

La despedida

Un comunicado de Usera rompe la calma: acaban de apuñalar a un tipo y dan descripción del autor y lugar. «Llegamos los primeros, ya sabemos qué hacer». El malo anda por ahí cerca. Trincado, otro palote. A esperar a los de amarillo, al verdadero cuerpo hermano de los zetas, los del Samur, que se unen a una noche de despedidas.

A las seis y media del domingo, el turno y un ciclo de seis años se termina para Ricardo. Coge la emisora y habla para todos los zetas:

– H50 para ZS20.
– Adelante, ZS20.
– Para comunicar a todos los zetas que este indicativo se disuelve, ha sido un placer trabajar con todos ustedes, gracias por su profesionalidad y por hacer tan fácil mi trabajo, gracias también a todos los operadores de esa sala por estar siempre pendientes de nosotros.

Aunque los guardias no lloran, aunque las retinas de Ricardo han almacenado en estos seis años escenas terribles, esta vez la voz se le quiebra y las lágrimas asoman cuando los zetas van respondiendo:

– Jefe este turno no será lo mismo sin usted.
– Este turno será igual mientras estéis vosotros.

Al fin, el zeta en el garaje. La mirada cómplice entre Ricardo y Rafa mientras saca la llave de contacto. Una despedida sencilla –»¿sabes que eres como mi hermano, verdad?»– y la mirada al suelo del compañero, que solo puede asentir. Fin de trayecto en la taquilla. Toca recoger las cosas: «Cambio la funda del arma antirrobo que siempre llevo, por la oficial, en Ávila nadie querrá quitármela, como sí me ha pasado alguna vez aquí en la jungla».

Camino de casa, ya libre de servicio, Ricardo sigue pensando en todos esos hijos que deja huérfanos. «Pienso en todos esos amigos que dejo atrás, en lo mucho que dan a diario por tan poco, incluso a veces no se llevan ni un gracias de la gente, pienso en si podría haber hecho algo más por agradecerles yo su trabajo, pero he hecho lo único que podía y sabía hacer: estar con ellos».

El domingo por la mañana se acabó una etapa para Ricardo. «Ahora toca forrar libros e hincar codos con el fin de hacernos mejor, para hacer mejor las nuevas misiones y responsabilidades que quedan por venir». Pero esta etapa es como esas mujeres que no puedes olvidar aunque vivas cien vidas, esas que dejan cicatrices en la piel, en el alma y en el corazón. «Después de haber pasado por científica, infiltrado en policía judicial, policía en el transporte, protocolo… Me quedo con la esencia de la policía, con lo que visualiza la gente cuando nombran a la policía: los zetas».

El último pensamiento de Ricardo su último día en los zetas es para su familia: «Jamás piensas en ellos cuando trabajas, pero ahora pienso en la de fines de semana, festivos y noches que les he dejado solos. Ellos saben que estaba donde tenía que estar y de paso mi hijo aprovechaba para ocupar mi lado de la cama». Al llegar a casa, a Ricardo le recibió su hijo en pijama: «¿Ya no trabajas más verdad papi?» «No cariño, pero dentro de un tiempo, volveré«.

La noche más larga de las UIP

Un plataforma llamada «Acción Popular Marcha de la Dignidad 22-M» quiere sentar en el banquillo a la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Cristina Cifuentes, y a varios mandos policiales por «delitos de lesiones, amenazas, coacciones, contra la integridad moral, falsedad en documento público, prevaricación, delitos contra los derechos constitucionales y cívicos». La denuncia, que no ha sido admitida a trámite, se refiere a los ocurrido en el centro de Madrid el 22 de marzo de 2014. Aquella noche, 67 policías resultaron heridos, algunos de ellos de gravedad. Lo que ocurrió lo conté en esta entrada de La Pringue. 

(publicado originalmente el 24.03.2014 en zoomnews) Sigue leyendo La noche más larga de las UIP

Lo que le debemos al subinspector Torronteras

torronterasEl pasado 3 de abril se cumplieron doce años del asesinato del subinspector de los GEO Francisco Javier Torronteras al inmolarse siete terroristas del 11-M en una vivienda de Leganés. Aún hoy no se sabe con precisión qué pasó en ese gabinete de crisis que le dio la orden de subir con sus hombres a aquel piso. 

(publicado originalmente el 07.04.2015 en zoomnews)

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La segunda cruz roja de la inspectora jefe

La inspectora jefe Carmen Pastor se despide. Pasa a segunda actividad y abandona una larga vida profesional entregada, sobre todo, a la resolución de asesinatos. Mi compañera Cruz Morcillo le dedicó hace unos días este artículo en el diario ABC y yo rescato la entrada que publiqué cuando le concedieron su última cruz al mérito policial con distintivo rojo. 

(publicado originalmente el 04.10.2013 en zoomnews)


“Rondo los cincuenta”, dice con un punto de coquetería cuando se le pregunta la edad, pero no tiene problemas en decir que entró en la Policía en 1982, en la segunda promoción de la que salieron inspectoras, unas pioneras. De aquellos tiempos recuerda con cariño sus prácticas en La Pringue, la Brigada de Policía Judicial, en un grupo etiquetado como “Delincuencia juvenil” y conocido como el grupo de sirlas, de navajeros. Allí le cogió el gusto a la policía judicial, a escribir diligencias, a tomar declaraciones y, sobre todo, a la investigación. El viejo caserón de la Puerta del Sol –hoy convertido en sede de la Comunidad de Madrid– fue el escenario del flechazo de esta mujer con la investigación criminal. Sigue leyendo La segunda cruz roja de la inspectora jefe

Vigo homenajea a la policía Vanessa Lage

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Hoy, la ciudad de Vigo ha rendido homenaje a Vanessa Lage, la policía asesinada hace un año por un atracador, que resultó muerto por los disparos del compañero de Vanessa, que fue gravemente herido en la acción. La comisaría de la ciudad ha sido el escenario de un acto en el que se ha honrado a la agente de la UPR, a la que se ha dedicado una placa en el recinto policial. Hace un año, en La Pringue rendí el merecido homenaje a Vanessa y a su compañero. Ella, como tantos otros caídos por llevar su vocación de servicio hasta sus últimas consecuencias, debería recibir el tratamiento de héroe.

(publicado originalmente el 01.12.2014 en zoomnews)


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Milo, sereno en el peligro

miloLa operación antiterrorista de París dejó solo una baja entre las fuerzas de seguridad: una perra pastor belga llamada Diesel, especialista en la detección de explosivos, adscrita a la unidad táctica de la Policía Nacional francesa. Unos días antes, murió Milo, un perro de la Guardia Civil, dedicado a la misma especialidad que Diesel. Sirvan estas líneas, publicadas originalmente hace un año, como homenaje a esos dos perros y al resto de miembros caninos de las fuerzas de seguridad del Estado.

(publicado originalmente el 07.11.2014 en zoomnews)


Milo nació hace ocho años y medio en un criadero de Hungría, de los que habitualmente surtía de perros al Servicio Cinológico de la Guardia Civil, cuando el Instituto Armado aún compraba sus animales fuera de España. Milo, pastor alemán de trabajo, negro como el azabache, no llegaba a los dos años cuando conoció a su guía, Raúl. Llegado de los Grupos Rurales de Seguridad (GRS) y del puesto de Pinto (Madrid), guardia civil por convicción y pasión al cuerpo, Raúl descubrió que su vocación era ser guía canino y desde 2011 forma parte de la Unidad Cinológica Central (UCICE), tras haber prestado servicio en Algeciras (Cádiz). En esa unidad, guías y perros componen binomios de precisión, capaces de encontrar dinero, cadáveres, restos biológicos, cuerpos bajo el agua, drogas, supervivientes de una tragedia, personas que tratan de esconderse, armas y explosivos.

Lo de Raúl y Milo debió ser un flechazo, porque aún hoy sigue el romance: «Un guía veterano me dijo que el primer perro de un guía es como el primer amor… Y así es». Por las manos de Raúl han pasado unos cuantos perros más –Mala, Jara, Kala Aarón…–, a los que ha adiestrado en la búsqueda de armas y explosivos, pero Milo se sigue llevando los parabienes del guía como ningún otro. Juntos, guía y can han hecho servicios en Málaga, en Jerez de la Frontera, en Algeciras, en Mallorca, en Madrid. Y Milo nunca falla: «Es capaz de encontrar cualquier explosivo o componente de un explosivo que haya olido antes», dice Raúl con orgullo. Tan fino es el hocico del perro que algún tedax –desactivadores de explosivos– solo quiere ver a Milo cuando se barruntan problemas: «Es del único del que me fío», le confesó a su guía uno de ellos.

Milo, como todos los perros que prestan servicio en Policía y Guardia Civil, no es una mascota, no es un animal de compañía, es un perro de trabajo y eso es lo primero que interioriza su guía: «No soy de los que humanizo a los perros –dice Raúl–, pero el vínculo que he creado con Milo es enorme. He pasado meses enteros fuera de casa, con él como única compañía. Cuando estaba mal, lo pagaba con él, le he hablado mucho, me he desahogado…» Y Milo, siempre sereno, siempre fiel y siempre paciente, porque se ha convertido en el principal aliado de su guía para enseñar a otros perros: «A los perros de trabajo hay que socializarlos y para eso es ideal. Se deja hacer de todo por los cachorros, nunca ha mordido a un perro, cuando alguno no le gusta, levanta las orejas y lo evita».

Ver trabajar a Milo es un espectáculo. En lo más hondo de sus genes tiene grabada su condición de perro de trabajo y el adiestramiento de Raúl ha hecho el resto. A la orden del guía, sale de la perrera en tensión, sabe lo que tiene que hacer y lo hace de manera impecable. Por pequeño que sea el pedazo de pentrita, de cordón detonante o de dinamita que el guía haya escondido, Milo lo encuentra. Al detectarlo, lo marca simplemente sentándose. No puede ladrar para evitar la vibración que podría hacer estallar un artefacto, ni ir a buscarlo. Se sienta a la espera de la felicitación de su guía.

Raúl habla con pasión, no solo de Milo, sino de muchos otros K9, perros de trabajo de la Guardia Civil. Habla de los que se han incorporado más recientemente, capaces de hallar cadáveres bajo el agua, o de los que se han convertido en azote de chorizos de guante blanco por su capacidad para encontrar fajos de billetes por escondidos que estén, o de Elton, un fenómeno que detecta restos biológicos invisibles a la vista y a cualquier luz forense…

El año pasado, tras centenares de servicios protegiendo puertos, aeropuertos, grandes premios de motocicleta, actos de la Familia Real, etc., Raúl jubiló a Milo, al Negro, como le llama cariñosamente. Una lesión en la columna vertebral acabó con su carrera y le llevó a un tranquilo retiro. El perro ya no pertenece a la Guardia Civil, sino que es propiedad de su guía y vive con él en su casa. Lleva vida de jubilado, con sus tres paseos diarios, durmiendo bajo techo, comiendo buen pienso. Incluso pasa temporadas en un centro de hidroterapia para reforzar su musculatura y paliar sus problemas de espalda. Pero su ADN sigue siendo el de un perro de trabajo. «De vez en cuando le hago hacer algún ejercicio y sigue sin fallar. Hace poco, fue el único perro que detectó un explosivo que habíamos colocado en lo alto de una torreta eléctrica», dice su guía, henchido de orgullo.

Ahora, mientras pasea por su barrio, disfrutando de su retiro, Milo se cruza con frecuencia con chavales que juegan con un balón. El pastor alemán mira a su guía buscando su complicidad, su aprobación para lanzarse a por la pelota… Y cuando Raúl le lleva a la escuela de la Guardia Civil, en El Pardo, donde hay quince perros dedicados a encontrar explosivos, Milo les mira con la suficiencia del veterano y con la seguridad que da saberse el favorito, el mejor.