Un plataforma llamada «Acción Popular Marcha de la Dignidad 22-M» quiere sentar en el banquillo a la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Cristina Cifuentes, y a varios mandos policiales por «delitos de lesiones, amenazas, coacciones, contra la integridad moral, falsedad en documento público, prevaricación, delitos contra los derechos constitucionales y cívicos». La denuncia, que no ha sido admitida a trámite, se refiere a los ocurrido en el centro de Madrid el 22 de marzo de 2014. Aquella noche, 67 policías resultaron heridos, algunos de ellos de gravedad. Lo que ocurrió lo conté en esta entrada de La Pringue.
(publicado originalmente el 24.03.2014 en zoomnews)
«Nunca lo hemos pasado peor, fue un nivel de violencia, de agresividad y de planificación que no habíamos visto nunca en Madrid». Un veterano agente de la Unidad de Intervención Policial (UIP) me lo cuenta con la sangre aún caliente y con los adoquines recién arrancados del Paseo de Recoletos. La noche del sábado, las horas que siguieron a una manifestación «ejemplar», según todos lo policías con los que he hablado, fueron las más largas para unos policías acostumbrados a noches muy largas. Los incidentes tras las marchas de la dignidad no tienen parangón: ni la llegada de los mineros a Madrid, ni el 15M, ni los rodea el Congreso tuvieron escenas como las vividas el sábado en el eje Prado-Recoletos.
La policía sabía de antemano que, al calor del legítimo llamamiento de los manifestantes, se iban a colar grupos violentos con formación en guerrilla urbana y con elementos extremadamente jóvenes y agresivos. Pero el foco principal de la policía estuvo en impedir que los manifestantes instalasen un campamento entre Cibeles y Colón, una acampada que imitase a la de la Puerta del Sol. Había información de que eso podía ocurrir. Activistas del 15M habían facilitado lonas y con el fondo de resistencia de las marchas se habían comprado decenas de pequeñas tiendas de campaña de las que se montan de manera instantánea.
A eso de las ocho de la tarde del sábado, cuando aún había miles de personas que se manifestaban pacíficamente, comenzaron los ataques a la UIP. Ataques, esta vez, perfectamente organizados: adoquines, bolas de acero, palos y hasta lanzacohetes caseros, como los que hace años se empleaban en las protestas mineras, comenzaron a aparecer entre una manifestación que hasta ese momento había sido especialmente pacífica y tranquila. Los ataques se produjeron, sobre todo, en las inmediaciones de la plaza de Colón, atestada en ese momento de manifestantes. Quizás esa fue la razón de una pasividad que no se había visto antes en la UIP. «No nos dejaron empelar material antidisturbios en ese momento, ni cargar, así que solo nos quedaba aguantar el chaparrón», me cuenta un policía. «Pilló desprevenidos a todos los jefes, que no supieron reaccionar y nos dejaron vendidos», se lamenta otro agente.
Ni el comisario de la UIP, José Miguel Ruiz Iguzquiza, presente en el dispositivo, ni ningún otro mando quisieron dar el OK a que los agentes se empleasen a fondo. Un vistazo a los vídeos deja bien clara la pasividad de los policías, que se limitan a cubrirse con escudos. «Escuchamos por la emisora que había un subgrupo emboscado, pasándolo mal, pidiendo ayuda», recuerda uno de los agentes de la UIP presente en el dispositivo. El grupo VII de la UIP de Madrid fue el que peor parte se llevó. Una decena de agentes quedó aislada a merced de un centenar de alborotadores, que se emplearon –ellos sí- a fondo con los policías: el inspector, responsable del grupo, fue cazado, le arrancaron el casco y le patearon la cabeza. Otro de sus hombres fue fulminado por un adoquin. Otros también recibieron puntos de sutura y un subinspector del mismo grupo recibió varias puñaladas en el chaleco anti-trauma. Un total de 50 policías resultaron heridos en las refriegas. Nunca una protesta había provocado un parte de guerra de esa dimensión para los agentes de la UIP, que horas después de los incidentes y convocados por los sindicatos, se manifestaron en las instalaciones de Moratalaz para protestar por lo que consideran falta de coordinación y decisión. Solo a última hora, cuando ya había medio centenar de policías heridos y las calles estaban semivacías, se dio la autorización para emplear material antidisturbios.
Los UIP son gente bragada, que realiza continuamente reciclajes de formación. Conozco a varios de ellos y si tengo que destacar una característica de todos ellos sería, sin duda, la templanza. Trabajan a diario en situaciones límite, pero no pueden tomar decisiones, algo que a menudo se olvida. La vida y la integridad de un agente de la UIP no depende de él mismo y de sus compañeros; muchas veces depende de la decisión de un mando. Ninguno de ellos tiene la autonomía para ordenar una carga o para disparar pelotas de goma o botes de humo. Las escenas de la noche del sábado y los testimonios que he recogido dejan claro que algo falló, que muchos policías quedaron desprotegidos y que ese temple sirvió para que no estemos hoy hablando de algo mucho más grave. «Hubo compañeros que pasaron pánico, que vieron sus vidas en peligro, nos estaban matando y a nadie se le ocurrió ni siquiera montar una pistola».
El Estado pone en manos de la policía la autoridad, la fuerza y los medios necesarios para reprimir la violencia y para velar por la seguridad de los ciudadanos. Si esa autoridad no es respaldada, los policías se convierten en muñecos de un barracón de feria en manos de profesionales del alboroto y la violencia.