Cuadernos de Periodista, la revista de la Asociación de la Prensa de Madrid, me ha invitado a colaborar en su último número, en el que varios profesionales reflexionamos acerca de la sentencia emitida el pasado 30 de enero por el Tribunal Constitucional que deslegitimaba el uso de cámaras ocultas para le elaboración de un reportaje de televisión. Juan Cruz, Melchor Miralles, Juan Carlos Pablos Povedano, Marc Carrillo, Rafael de Mendizábal, Lucrecio Rebollo y yo exponemos nuestro punto de vista. Aquí tenéis la reproducción de mi artículo íntegro:
Hace unos días, me cité con un recluso en una cafetería, aprovechando uno de sus permisos penitenciarios. Cuando apenas habíamos cruzado unas palabras, me espetó: “¿no me estarás grabando con una cámara oculta?” Muy pocos días después, estaba hablando por teléfono con un inspector jefe de policía acerca de un asunto delicado y que requería toda la confidencialidad posible. Al minuto de empezar la conversación, me dijo: “¿me estás grabando?, porque me metes en un lío si lo haces”.
Son dos ejemplos recientes que ilustran perfectamente adónde han llevado mi oficio los profetas de las cámaras ocultas, esos que anunciaron el “final del periodismo de investigación” tras la sentencia del Tribunal Constitucional que deslegitimó el uso de este dispositivo en un reportaje emitido por Canal 9. Se equivocan, porque ese reportaje no era, ni periodismo, ni investigación. Ni ese ni la gran mayoría de los trabajos en los que se emplea esa técnica. Hay, por supuesto, excepciones de las que hablaré más adelante.
Vaya por delante que soy de los que piensa, como David Randall –autor de ‘El Periodista Universal’ (Siglo Veintiuno Editores)–, que solo hay dos tipos de periodismo: el bueno y el malo. Así que nunca he creído en la existencia de ese subgénero llamado periodismo de investigación, porque el buen periodismo implica en ocasiones la realización de tareas destinadas a investigar: búsquedas en fuentes abiertas y cerradas, acceso a documentación reservada… Pero todo eso no es más que una forma más de ejercer el periodismo. Mi especialidad –la información de sucesos, tribunales y terrorismo– exige muchas veces esas tareas; lo que no me ha exigido jamás en más de veinte años de ejercicio es el uso de cámaras ocultas. Quizás, yo sea un mal representante del periodismo de investigación, pero no me consta que, por ejemplo, Matías Vallés, Felipe Armendáriz y Marta Goñi, los periodistas del Diario de Mallorca que recibieron el premio Ortega y Gasset por sus trabajos sobre los vuelos secretos de la CIA y sus escalas en Palma, empleasen las dichosas cámaras. Tampoco las usaron Jesús Mendoza y José María Irujo, los reporteros de Diario 16 que destaparon las corruptelas del ex director general de la Guardia Civil Luis Roldán y que también merecieron el galardón concedido por Prisa. Como tampoco Mónica Ceberio ha tenido que emplear una cámara oculta para revelar recientemente en el diario El País los encuentros entre presos etarras y víctimas… Son perfectos ejemplos de buen periodismo –no sé si de investigación o no– hecho en España sin necesidad de que los profesionales se hagan pasar por algo que no son. Y, naturalmente, ni Bob Woodward ni Carl Bernstein grabaron a Mark Felt –el agente del FBI al que los reporteros conocían como Garganta Profunda– con una cámara oculta para destapar el caso Watergate, paradigma del periodismo de investigación, guiados por las confidencias del agente federal, que decidió colaborar con ellos sabiendo perfectamente que trataba con dos periodistas del Washington Post.
Una buena parte del ejercicio del periodismo –con el apellido que le queramos poner– responde a una premisa tan sencilla como olvidada y que desde el punto de vista del profesional de la información sería algo así: “tú (fuente) me cuentas a mí (periodista) algo, a sabiendas de que yo me dedico a difundir noticias y, por tanto, lo que me cuentes, con mis prevenciones, mis filtros y mis comprobaciones, tiene muchas posibilidades de ser publicado”. Y siguiendo este esquema se han escrito páginas gloriosas de la historia del periodismo, se ha desvelado la existencia de cárceles secretas, se han derribado gobiernos, se han desmantelado estructuras mafiosas… Aquí y en cualquier lugar del mundo. Porque el periodismo –sin apellidos– se basa en algo que los años del plomo de las cámaras ocultas han puesto en serio peligro, tal y como contaba en las primeras líneas de este artículo: la confianza entre el periodista y las fuentes de información. Esa relación, siempre complicada, fue demolida cuando unos presuntos profesionales de la información decidieron cuestionar la metodología –“convencional” la llamaban, de forma despectiva– de nuestro viejo oficio y comenzaron a grabar con cámaras ocultas, a suplantar personalidades y a emplear herramientas más propias de la agencia TIA de Mortadelo y Filemón que de periodistas. Lo que hicieron fue, sencillamente, tomar atajos: en lugar de buscar la fuente correcta, de dar los rodeos necesarios para llegar al objetivo final, el de la noticia, el de la información precisa, prefirieron el efectismo de la cámara oculta, muchas veces espoleados por los ejecutivos de televisión, que vieron un nuevo maná en esos reportajes, a los que rápidamente disfrazaron de periodismo de investigación.
La sentencia del Tribunal Constitucional desató reacciones apocalípticas en muchos profesionales y hasta en sus representantes colegiales. Alguno de ellos llegó a decir que “el fallo es un golpe casi definitivo al periodismo de investigación, herido por la crisis económica”. La crisis económica, que ciertamente se ha cebado especialmente en los medios de comunicación, ha herido –esperemos que no de muerte– al buen periodismo del que hablaba antes y que, no cabe duda, es muy caro. Ese periodismo es el que hacen reporteros a los que hay que pagar mucho dinero, no por lo bien que ocultan una cámara en un bolígrafo, sino por la cantidad y la solvencia de sus fuentes de información o por los recursos de los que disponen para llegar hasta el fondo de una noticia. Precisamente, el periodismo barato es el de la cámara oculta. Cualquier tipo, a poco arrojado que sea y sin mayor cualificación que la de su valor, es capaz de llevar encima uno de estos dispositivos. Y si la cosa se pone fea, como le ocurrió en las aguas del Estrecho de Gibraltar a uno de estos gurús de las cámaras ocultas, se llama a la Guardia Civil, que acude al rescate… con los medios que todos pagamos.
La cámara oculta es equivalente a los pinchazos telefónicos que provocaron el cierre de News of the World. Y lo digo desde la óptica profesional, no desde el Derecho, ni siquiera desde la deontología. Escuchas y cámaras ocultas son herramientas que deben ser empleadas por profesionales de la investigación privada o de las fuerzas de seguridad. El profesional de la información debe tener otros recursos para alcanzar su objetivo que, no lo olvidemos, es el de dar cuenta de algo que es veraz, tiene interés y, ciertamente, muchas veces a casi nadie le interesa que salga a la luz.
El uso de la cámara oculta dio pronto lugar a perversiones de todo tipo. Esa cámara ya no solo se empleaba para grabar a individuos sospechosos de algo –ya fuese la naturópata que ha provocado la sentencia del Tribunal Constitucional o la organizadora del concurso de Miss España–, sino que cualquier ciudadano podía ser abordado por un tipo que nunca se presentaba como periodista y le preguntaba acerca de su opinión sobe el terrorismo o sobre el consumo de drogas, llevando pronto al entrevistado hasta el terreno que él quería. Recuerdo de manera especial un reportaje en el que se presentaba a un taxista de una ciudad del País Vasco como un peligroso filoetarra por el viejo método de descontextualizar o aislar convenientemente sus frases a conveniencia de la tesis del programa.
Los defensores de esta clase de periodismo hablan, para sostener su legitimidad, de la libertad de expresión y de “esos lugares a los que no se puede llegar por otros medios”. Seguramente tengan razón y hay lugares y personajes a los que solo se puede acceder mediante la simulación y el engaño y en los que se hace imprescindible el uso de las cámaras ocultas. Pero, desde luego, esos lugares no son la consulta de una naturópata, ni el despacho de la organizadora de Miss España, dos ejemplos de alabados reportajes hechos con estos medios. En España, el periodismo de cámara oculta ha servido para destapar que se vende droga en las discotecas, que se trafica con mujeres o que en los comercios regentados por chinos se vende alcohol a menores… Todas ellas, como ven, enormes revelaciones que ninguno habríamos sospechado si no llega a ser por estos periodistas de investigación. Porque nunca he visto llegar con una cámara oculta –al menos en España– a lugares o personajes verdaderamente peligrosos; a esos lugares quienes llegan son los reporteros de verdad, los que sí se juegan la vida –y muchos la pierden– con una credencial de prensa colgada en el pecho. Y no hablo solo de los reporteros de guerra. Daniel Pearl nunca llevó una cámara oculta. Presentándose como periodista del Wall Street Journal llegó hasta el corazón del yihadismo en su afán por demostrar las conexiones entre el terrorista del zapato, Richard Reid, y Al Qaeda. Su profesionalidad le costó la vida. Él era un periodista. Como también lo eran los miembros del equipo de Channel Four que en 1995 lograron acceder, haciéndose pasar por trabajadores de orfanatos occidentales, a los centros donde eran abandonadas millones de niñas chinas, a consecuencia de las políticas de control de natalidad del gobierno. Las grabaciones, hechas con cámara oculta y recogidas en el documental ‘Las habitaciones de la muerte’, mostraban a bebés atados, con miembros gangrenados y en unas condiciones sanitarias terroríficas. La emisión de ese reportaje cambió la vida de millones de personas: las adopciones se dispararon en Occidente y muchas niñas tuvieron la oportunidad de una vida mejor. No creo que haya un solo periodista convencional que cuestione en este caso el uso de la cámara oculta.