«De esta crisis sacaremos una parte positiva: los periodistas nos daremos cuenta de que parte de la culpa fue nuestra. Nos creímos, en nuestra arrogancia, ser el cuarto poder. Y no somos nadie, solo somos meros transmisores, no somos showmen como algunos se creen, sino meros correos». Javier Espinosa, reportero del diario El Mundo, dijo estas palabras tras recibir el Premio Internacional de Periodismo Manu Leguineche. Solo esas palabras y el concepto que de este oficio traslucen le hacen merecedor de cualquier premio y le convierten en uno de los mejores referentes de esta profesión para los que estamos aún en activo y, sobre todo, para los que quieren convertirse en periodistas. Javier tiene sobrada autoridad para hablar así de su trabajo. Lo ha demostrado muchas veces a lo largo de sus más de dos décadas de profesión. La última, hace apenas unas semanas, cuando dos compañeros que estaban a pocos metros de él murieron a consecuencia de un bombardeo en Homs (Siria). Su crónica de ese suceso es un ejemplo de aquella afortunada expresión que dio título al libro de otro maestro de reporteros, Ramón Lobo, El héroe inexistente: leyendo a Javier daba la impresión de que había limpiado los cascotes de su portátil, se había sacudido el polvo y se había puesto a escribir con los cuerpos aún calientes de sus colegas. Y en la crónica no había una sola línea dedicada a él mismo.
Poco después, Javier Espinosa volvió a estar muy cerca de la muerte. Logró abandonar Homs cuando hasta el infame régimen sirio le daba por muerto. En sus crónicas no se dedicó ni una palabra a él mismo, nos contaba cómo los rebeldes se jugaban la vida para ayudar a los reporteros y nos hacía reflexionar sobre una máxima que es una constante en los escritos de Javier: él y el resto de reporteros abandonaban Siria y se irían a descansar a hoteles o a casas pagadas por sus medios, pero los sirios estaban condenados a quedarse allí y su historia, la de esos sirios, es la que hay que contar. Hace muchos años, Javier me dijo una frase que he transmitido a todos los alumnos y compañeros noveles que he tenido: «A tus lectores no les interesa nada saber si para llegar hasta donde has llegado has pasado hambre, frío o había barro o francotiradores en la carretera. Ese es tu trabajo, llegar allí y contar qué pasa». Y ese es el trabajo de Javier: llegar, escuchar y contar lo que ocurre. Así lo hizo en las guerras del Golfo, en Yugoslavia, en Irak, en Sierra Leona –donde pasó dos días secuestrado–, en Afganistán… Y siempre con una honradez, una profesionalidad y un rigor extraordinarios, sin dar un solo metro a la autocomplacencia y sin apartar el foco de los verdaderos protagonistas de la historia, los hombres, mujeres y niños que se ven envueltos en los conflictos.
Conocí a Javier en el verano de 1987 en la vieja redacción del diario Ya, en la calle Mateo Inurria. Formábamos parte de la hornada de periodistas de prácticas –entonces no nos llamábamos becarios– de aquel año: Juan Carlos Serrano, Javier Espinosa, Techu Baragaño y yo. Juan Carlos y yo fuimos asignados al suplemento de verano; Techu, a maquetación y Javier a la sección de televisión: picaba la parrilla de la programación y elaboraba informaciones de esa sección con el mismo rigor con el que cuenta ahora los horrores de la guerra. Vivía en un pequeño apartamento muy cerca de la redacción y allí llevaba todos los días decenas de páginas de las secciones de Internacional de periódicos españoles y extranjeros que leía y subrayaba en sus horas libres. Recuerdo bien los recortes de las crónicas de Robert Fisk en The Independent llenos de trazos de rotulador… Javier Espinosa siempre fue un enamorado de su profesión y siempre quiso ser reportero de guerra. Se preparó para ello, estudió árabe, lo sabía todo acerca de conflictos y relaciones internacionales, se suscribió a varias publicaciones extranjeras, se compró un buen equipo fotográfico y mientras, seguía haciendo con total profesionalidad sus parrillas de televisión y metiendo la nariz en todas las secciones en las que podía y le dejaban, como hacíamos toda esa pandilla de niñatos hambrientos de periodismo llegados a la entrañable redacción de Mateo Inurria. Pero Javier siempre tuvo algo especial, un don y una entrega que le han convertido en quien es hoy: uno de los mejores reporteros del mundo.
Pronto dejó el diario Ya para irse a la revista Época, donde comenzó a ser reportero de guerra. En el invierno de 1992 coincidimos en la guerra de Bosnia-Herzegovina. Él trabajaba para Época y yo para Ya. Javier llegó a Jablanica –una de las sedes de los acuartelamientos españoles– desde España a bordo de un viejo Seat 127, al que dimos el certificado de defunción en una helada calle de Sarajevo. Aquellas semanas en la capital bosnia junto a Javier, a Santiago Lyon, a Julio Fuentes… aprendí más periodismo que en todos los años que llevaba estudiando y ejerciendo. Las lecciones eran diarias y constantes. No volví a coincidir con Javier: yo me dediqué al reporterismo de sucesos y él continuó siendo reportero de guerra. Durante estos últimos veinte años, cada vez que leo una de sus crónicas, recibo una nueva lección. Gracias, socio.