¿Son 21 años de cárcel castigo suficiente para alguien que viola y mata a una niña de nueve años? Hay quien dirá que sí, que nuestro Código Penal y nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal están entre las más duras de nuestro entorno, que 21 años sin pisar la calle es una condena suficientemente dura para que hasta el peor asesino pueda regresar a la sociedad; otros dirán que no, que la única condena posible para alguien que viola y mata a una niña es la cadena perpetua o la pena de muerte…
No sé cuál de las dos posturas está más cerca de la estricta justicia, pero sí tengo claro que 21 años de prisión para José Franco de la Cruz, alias El Boca, no son condena suficiente. El Boca violó y mató en 1991 en Huelva a Ana María Jerez Cano, una niña de nueve años, amiga de una familiar del propio asesino. Esta semana salió de prisión, ya que la Audiencia de Huelva estimó que en su caso no se podía aplicar la doctrina Parot –consistente en aplicarle los beneficios penitenciarios descontando desde la totalidad de los 44 años de su condena y no desde los 30 años, el tiempo máximo que alguien puede pasar en prisión– y que, por tanto, no pasaría nueve años más entre rejas. Seguramente ayudó a esa absurda e injusta decisión que el fiscal –representante del Ministerio Público y encargado de velar también por usted y por mí– presentase su recurso contra la puesta en libertad del criminal exactamente un día antes de la fecha fijada para su salida de prisión. Está claro que alguien no hizo su trabajo. Hay criminales de corte muy similar a El Boca a los que sí se les aplicó la doctrina Parot: Valentín Tejero –asesino de Olga Sangrador– o Miguel Ricart –culpable de las muertes de las niñas de Alcásser– son los dos casos que me vienen a la cabeza.
Jose Franco no ha salido ni un solo día de permiso durantes estos 21 años, lo que indica que no ha tenido una buena evolución. De hecho, no se ha sometido a ninguna terapia ni tratamiento para dejar atrás al depredador sexual despiadado que era cuando entró en la cárcel. Pero si había alguna duda, las imágenes y las declaraciones de Franco saliendo de prisión dejan claro que ese individuo necesita unos cuantos años más de prisión, seguramente más de los nueve que iba a estar en el mejor de los casos. Salió negando su culpabilidad, diciendo que no se tenía que arrepentir de nada porque no había hecho nada, altanero y desafiante con los periodistas que le esperaban, hablando de que había estado encerrado 21 años «por la cara». Posiblemente, El Boca hubiese merecido esa cadena perpetua (revisable) que propuso el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón.
Al margen de su tratamiento penal y penitenciario, quiero fijarme en el tratamiento que la sociedad entera damos a las víctimas de José Franco y de criminales similares. El viernes coincidí con Adoración Cano, la madre de Ana María Jerez. Es una mujer que se siente, con toda la razón, maltratada. Maltratada por unos jueces que se han permitido el lujo en alguna ocasión de echarla de sus despachos; maltratada por un fiscal que no ha hecho su trabajo como debía; maltratada por una justicia que, como toda reparación a la puesta en libertad del hombre que mató a su hija sin haber cumplido ni la mitad de la condena, dicta una irrisoria orden de alejamiento y a la vez le cita en la Audiencia de Huelva para que informe de su paradero…
Se tardó muchos años en España hasta que las víctimas del terrorismo tuvieron el lugar que merecían en nuestra sociedad: respeto, reconocimiento, justas reparaciones, atención de todo tipo… Salvo excepciones, como el vomitivo trato que algunos medios de comunicación dan a las víctimas del 11-M o la repugnante actitud de los herederos de Batasuna con las víctimas de ETA, los que han sido golpeados por el terrorismo no están desamparados ni maltratados ni amenazados. Aún no he entendido la razón por la que ese enorme avance que se hizo con las víctimas del terrorismo no ha ido paralelo al de las víctimas de delitos violentos, que siguen siendo la gran asignatura pendiente de nuestra sociedad.
La opinión pública conoce unos pocos caso al año de estas víctimas maltratadas. Se convierten en caras conocidas y todos empatizamos con ellos. Incluso los políticos se reúnen y se fotografían con ellos y hasta les nombran asesores, como a Juan José Cortés, el padre de Mariluz, la niña asesinada por Santiago del Valle. Él, los padres de Marta del Castillo, la madre de Sandra Palo… Son los rostros de una tragedia que es mucho mayor. En los más de veinte años que llevo dedicados al periodismo de sucesos he conocido a muchas familias arrasadas por la pérdida de un familiar en un crimen. Los medios nos acercamos a ellos mientras dan lectores, audiencia… Pero cuando los focos se apagan, nadie se ocupa de ellos. Ni los medios, ni las administraciones, ni la sociedad. Y cuando llega el día –siempre llega– en el que tienen que ver a los que les privaron de ver crecer o envejecer a sus familiares se impone esa sensación de maltrato, de desamparo. Y por mucha fotografía que se hagan los políticos con ellos, ninguno de esos representantes de la soberanía popular se ha puesto a legislar de verdad para proteger a las víctimas.
Vivimos, afortunadamente, en un sistema de libertades con una justicia garantista, en la que nadie puede ser detenido, procesado o condenado sin las garantías suficientes. Y así debe seguir siendo. Cualquier reo debe gozar de todos los derechos posibles. Pero hace tiempo que tengo la sensación de que ese mismo garantismo debía llegar hasta las víctimas, que hoy carecen, cuanto menos, del trato adecuado. Eso no es ningún recorte de libertades, el mantra al que permanentemente se agarran los talibanes del garantismo.
José Franco está en la calle desde hace unos días. Es un hombre libre. Salvo en Huelva, puede vivir donde quiera. También junto a su casa, aunque usted tenga niñas menores. Nadie puede evitarlo, si siquiera usted tiene derecho a saberlo. Eso sí sería un recorte de libertades. De las del asesino, claro.