«Primero sientes que vas a morir. Después, sientes que has vuelto a nacer». El lema publicitario de Asics se podía leer estos días en vallas, autobuses y escaparates de Nueva York. Asics, principal patrocinador, junto a ING, del maratón, inunda la ciudad de mensajes y fotografías inspiradoras y estimulantes para las 47.000 personas que participamos en la carrera. Cuando llegué a la meta de Central Park, tras correr 26,2 millas, me acordé del lema de Asics; nunca una frase publicitaria ha estado tan cerca de la realidad.
Desde que empecé a correr de manera regular, seis años atrás, he tenido en mente correr un maratón y hace un año, durante un viaje con mi familia a Nueva York, decidí que el primero sería el de la ciudad de la que llevo enamorado desde que, hace ya más de veinte años, la visité por primera vez. Viajé en las vísperas del maratón de 2010, cuando ya toda la ciudad se preparaba para su carrera, un acontecimiento deportivo anual del que los neoyorquinos de sienten tan orgullosos como de su Empire State. Y allí empezó una historia que acabó el domingo, en Central Park, donde sentí que volví a nacer, como reza el lema de Asics.
Para no poder echarme atrás, muy pronto contacté com Marathinez. Luis, responsable de la tienda del mismo nombre y de la agencia de viajes, tiene entre algunos de mis compañeros corredores una fama intachable: Rosa, Brenda, Óscar… Todos ellos habían viajado a algún maratón con su compañía y hablan maravillas de la organización. Lo cierto es que con Marathinez solo hay que ocuparse de pagar… y de correr. De todo lo demás –dorsales, hoteles, vuelos, traslados y hasta de una camiseta con tu nombre impreso y los colores de la bandera española…– se encarga el equipo de la agencia con una eficacia a la que, desgraciadamente, no estamos acostumbrados en España.
Tras inscribirme –allá por el mes de enero– llegó el momento de la planificación y ahí comenzaron los primeros muros a los que me tuve que enfrentar. Primero fue una fascitis en el pie izquierdo que no remitió hasta que me puse en manos de Javier, mi fisioterapeuta, que la aniquiló en media docena de sesiones. Después, regresó a su cita con mis tibias la periostitis, una lesión que arrastro desde hace años y que me ha acompañado durante toda la preparación: el hielo, los antiinflamatorios, los cuidados de Javier y, sobre todo, la resistencia al dolor han sido los únicos paliativos para ella.
Pese al dolor y gracias a la motivación de Rosa, Brenda, Óscar, Poti, Miguel… y, sobre todo, al paciente trabajo de Álvaro, mi entrenador, y las manos de Javier, el fisio, seguí preparando el maratón con un plan de Pablo Villalobos, aunque la periostitis no me dejó hacer todos los kilómetros que debía haber hecho y, sobre todo, me dificultó mucho el trabajo de series. Anotaba minuciosamente los ritmos, los kilómetros, intentaba cuidar hasta el último detalle: alimentación, zapatillas –tras probar unas Brooks Trance y unas Saucony Paramount, regresé a las Asics Gel Kayano, con las que corrí–, sesiones de gimnasio donde Álvaro consiguió proporcionarme un tono muscular en las piernas a prueba de maratones… Y el calendario seguía acercándose de manera implacable a ese 6 de noviembre. Las últimas semanas estuvieron marcadas por el miedo a la carrera –paliado por los increíbles consejos de Brenda– y el dolor en las tibias, que me impidió seguir el plan previsto; tuve que rebajar el número de sesiones. A falta de dos semanas para el maratón, me probé en la media maratón de Valencia. Allí, con mi ‘hermano’ Rafa y José Luis, logré el objetivo que buscaba: mantener el ritmo previsto en la maratón, algo menos de 6 minutos el kilómetro. Todo parecía funcionar. Pese a todos los muros.
El viernes, 4, volé a Nueva York, después de recibir los ánimos en directo de Susanna Griso en Espejo Público y de Julia Otero en Julia en la Onda. En el aeropuerto, el encuentro con el resto del grupo, los miedos compartidos con otros rookies en la distancia, como Paulino y Luis, la mirada furtiva y de admiración a aquellos que llevan en sus caras media docena de maratones… Al aterrizar en Nueva York, Marathinez nos llevó directamente a por el dorsal y la bolsa del corredor. La llegada al centro de convenciones te pone ya el maratón en la cabeza y te deja claro que eso es Nueva York, que todo funciona como un reloj y que todo es a lo grande. Miles de metros cuadrados de productos de todas las marcas, cientos de voluntarios que se desviven por ayudar a los recién llegados y por prestarles toda clase de atenciones…
Casi sin darse cuenta, llega el sábado por la noche, el momento de velar armas, la noche previa a la primera cita con la distancia. Pese al trabajo de Brenda, me costaba quitarme el miedo. Apenas dormí tres horas. A las cinco en punto, compartí mesa en el desayuno con un veterano, que me tranquilizó: «nunca se duerme la última noche, hay que haber dormido mucho las semanas antes». Eso, para un insomne como yo, fue una puñalada.
Una hora de autobús, en la que me encontré con Juan, otro colega de profesión y debutante en la distancia, nos dejó en Staten Island, al pie del puente Verrazano. Allí, la organización del maratón agrupa a las 47.000 personas que iban a tomar la salida. Casi tres horas de espera, pensando la ropa que te va a sobrar o la que te va a faltar, calculando el número de barritas energéticas que harán falta y repasando todas esas frases que has ido aprendiendo leyendo a Muarakami y a todos los que alguna vez le dedicaron una línea al maratón: «El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional», «El dolor es temporal, la gloria es para siempre»… Palabras motivantes a las que uno se agarra cuando las fuerzas flaquean o la cabeza se llena de nubarrones. Pero cuando faltaban pocos minutos para la salida, cuando la organización nos hizo llegar hasta la línea de salida, las palabras que tenía presentes eran las de Brenda: «el día de la carrera no es un examen, es el premio, es el día para disfrutar».
El himno nacional norteamericano cantado por una solista y las notas del New York, New York de Frank Sinatra dan paso a la salida de la maratón. Tras dos millas por el puente y su salida, la carrera llega a la 4º Avenida de Brooklyn y uno piensa que aquello no puede ser real: miles de personas llenando las calles, dando ánimos, llamándote por tu nombre –seguí el consejo de Óscar y corrí con una camiseta en la que había puesto mi nombre–… Sigo sumando millas sin darme cuenta, casi llevado en volandas por esas miles de personas que llenan las calles del peculiar barrio de Brooklyn: hispanos, italianos, judíos, irlandeses… Los rostros, los idiomas y las banderas van cambiando, pero los ánimos no decaen. Yo corría y miraba estupefacto, hacía chocar mi mano con la de los niños y aplaudía de vez en cuando… Llegué a olvidar que estaba en una maratón. La primera mitad de carrera acabada en bastante menos de dos horas me puso sobre alerta: estaba yendo muy rápido, uno de los fundados miedos de Álvaro, mi entrenador. Y el maratón es maravilloso, pero es muy cruel, te hace pagar cualquier error.
El final de Brooklyn da paso a Queens, donde la gente sigue dando ánimos y empujando a los corredores, sacando de sus casas frutas y dulces para los maratonianos. Coincidiendo con el kilómetro 25 llega la parte más sombría y dura de la carrera: el puente de Queensboro. Un larguísimo túnel de dos kilómetros, con una primera parte en subida, en la que no hay nadie alrededor, en la que sientes en toda su crudeza el rigor y la exigencia de esta prueba. Allí pasé frío, el sudor comenzó a enfriarse… Y empecé a sentir que moría, como decía el lema de Asics. Una barrita, el recuerdo de los consejos de Brenda –«nunca, nunca vacíes la cabeza, piensa en cualquier cosa»– y las dedicatorias que me habían escrito mis hijos en el dorsal me sacaron de ese primer hoyo. Me vi obligado a decelerar el ritmo mucho, a pararme para beber agua y Gatorade en los puestos de avituallamiento instalados en cada milla y en los que jamás faltó nada. Pero cuando uno corre en Nueva York lo que tiene claro es que va a acabar, contra el sentido común y contra todas las señales de tu cuerpo.
Más de cinco kilómetros por la Primera Avenida de Manhattan y casi dos por el Bronx dan paso a la parte final del maratón, a esas cinco millas que discurren por la 5ª Avenida y Central Park. «Go, Manuel, go, you got it», «Vamos Manuel, está hecho». Tengo una nebulosa sobre esas últimas millas, en las que oí esas palabras en inglés y en castellano miles de veces, con todos los acentos posibles a miles de personas que se agolpaban en la parte final de la carrera. Creo que paré alguna vez, que acabé entrando a la meta con un compatriota al que me abracé al terminar, que cuando enfilé la milla 26, en la entrada de Central Park por Columbus Circle, sonaba Bon Jovi y canté a gritos Living on a prayer… Mi siguiente recuerdo es el de la voluntaria que me puso la medalla, tras cruzar la meta, diciéndome: «Congratulations» y arropándome con una manta térmica, mientras yo rompía a llorar porque sentía que había vuelto a nacer.
He llevado tres días esa medalla, que me acredita como Finisher del NYC Marathon. Me han felicitado otros corredores, camareros, recepcionistas de hoteles, dependientes de hoteles, policías… Una ciudad orgullosa de su maratón, que logra que cualquier globero como yo se sienta como un héroe. Thank you, New York. Always on my heart.