Estoy en Santiago de Chile. Al llegar a la habitación del hotel he encendido el Mac Book Air desde el que escribo y al conectarme a Twitter he leído que acababa de morir Steve Jobs. Mi compañero de promoción Fran Arbulu –otro incondicional de la manzana– lo acababa de tuitear, antes que los grandes medios españoles. En la CNN en castellano –en América del Sur tienen ese lujo del que en España nos privaron– hay un especial sobre el genio de Cupertino. No soy un especialista en informática, ni en grandes compañías. No sé el valor en Bolsa de Apple ni sé qué ha aportado técnicamente Apple a la informática. Pero sí sé que desde 1990 uso dispositivos creados por Jobs y que el mundo es mucho mejor con ellos.
En ese año me incorporé a la redacción fundacional de El Sol, un periódico puntero en muchos aspectos y la tecnología era uno de ellos. Yo llegaba desde el diario Ya, donde trabajaba con los procesadores de texto que se utilizaban entonces en los periódicos –Atex, Itek, Edicomp…– Y, de pronto, en El Sol me enfrenté a unos ordenadores que tenían una cosa llamada ratón, en los que se podía cambiar el tipo de letra y en los que se podía escribir sobre la misma página tal y como estaba maquetada. Aquella experiencia cambió para siempre mi manera de relacionarme con la informática. Ya nunca quise usar otros ordenadores y cuando lo he tenido que hacer, he acabado fatal con ellos…
Soy un talibán, como dice mi compañero Daniel Montero. Uno de esos incondicionales que compra todo lo que lanza Apple: tengo varios iPods, iPhones, iPad, cuatro ordenadores Mac… He disfrutado y disfruto de la tecnología de Apple: viajo con un montón de aparatos de la manzana, corro y entreno en el gimnasio con un iPod nano, mis hijos tienen iPods touch y también son incapaces de relacionarse bien con el llamado entorno Windows. Pese a ello, hasta hace bien poco no empecé a interesarme por la figura de Steve Jobs. Y su vida, su trayectoria empresarial y su capacidad de inspirar es casi tan atractiva como todo lo que ha salido de su factoría. Su manera de afrontar el cierto final de sus días también ha sido ejemplar. El famoso discurso de Stanford, en el que hablaba, sobre todo, de la vida, son 14 minutos de pura inspiración, que debían exhibirse de manera obligatoria en las universidades y escuelas de negocios.
Mi generación –tengo 43 años– se entiende con los ordenadores gracias a los productos Apple; mis hijos –de 11 y 13 años– solo entienden una manera de escuchar música, con sus iPods; y ahora mismo voy a escribir con mi iPhone un mensaje para ellos en el que les prometeré que a mi vuelta les explicaré quién era el tipo que hizo de este mundo algo mejor. Thank you, Mr. Jobs.