«Cuando aprendes a contener la respiración, apretar el gatillo, recibir el golpe de la culata y ver la bala dando donde quieres, cuando tienes esa sensación de poder sobre ella y sobre las vidas que se te pongan a tiro, entonces, no antes, eres un guerrero». Lorenzo Silva pone esta frase en la voz del protagonista de Niños feroces, uno de esos españoles que, tras pasar por la División Azul, acabó defendiendo Berlín en la primavera de 1945 enrolado en las SS. Este pequeño pedazo de nuestra historia militar le sirve al escritor para trazar una novela magnífica sobre la guerra, sobre la amistad y, sobre todo, sobre la condición humana. La novela arranca con un planteamiento que puede parecer enrevesado: un profesor de literatura le cuenta a un alumno predilecto la historia que le contó el protagonista de la novela, el veterano de la División Azul. Sin embargo, el lector se acostumbra pronto y es muy difícil dejar se seguir a Jorge García Vallejo en todos los escenarios bélicos por los que pasa. Su presentación –hijo de un oficial asesinado en Paracuellos por los republicanos– no deja lugar a dudas de que no estamos ante otra novela más de la Guerra Civil o de la Guerra Mundial. Su viaje hasta el infierno ruso, enrolado en la División Azul, o hasta las ruinas de Berlín está narrado por el escritor con precisión de historiador. De hecho, por el relato pasan personajes como los generales Alfonso Armada y Aramburu Topete –curioso contraste el de uno y otro militar–, León Degrelle, Günter Grass… Pero Lorenzo Silva no ha pretendido escribir una novela histórica. Por eso lleva al lector hasta Nayaf (Irak) y le enseña la batalla más cruenta de cuantas han librado nuestras tropas en los últimos cincuenta años, un tabú que el escritor trata de poner en negro sobre blanco dando voz –ficticia, pero bien real– a unos cuantos participantes en esa refriega. Y a Afganistán y a la Puerta del Sol para hablar de los indignados… El protagonista de esa novela es un de esos Niños feroces a los que hace referencia el título, esos que se dejaban la vida hace medio siglo en el centro de Europa y que lo siguen haciendo hoy en otros confines y a los que él mismo se refiere en las últimas páginas del libro: «Todos estos años he seguido acordándome de los niños. Y los he visto en la televisión, en las guerras de ahora. A los de doce y a los de veinte. A los que van sin uniforme y a los que lo llevan. Incluso a los nuestros de ahora mismo, esos pobres que vuelven muertos o sin piernas de Afganistán sin que a nadie le importe un pimiento». Lorenzo Silva no ha escrito una novela antimilitarista. Respeta el trabajo de los soldados, hasta el punto de que nos hace empatizar con un españole enrolado en las Waffen SS que defendían los últimos estertores de algo tan detestable como el régimen nazi. Y empatizamos porque nos damos cuenta de que no es más que eso, un niño feroz al que le han puesto un arma en las manos. Hace medio siglo, igual que ahora.