«El día que cambió el mundo», «el día que cambió la historia»… Leo en los periódicos de hoy distintas fórmulas para referirse al 11 de septiembre de 2001. Para mí, fue el día en el que un grupo de asesinos nihilistas con sus mentes atiborradas de odio mataron a 3.000 inocentes. También fue el día en el que el mal demostró lo indefensas que están nuestras sociedades frente a él.El 11-S –y los siguientes– fueron los días en los que Estados Unidos dejó claro que es un país imbatible por su coraje, su amor propio y, sobre todo, por su capacidad para permanecer unido –«United we stand»– frente a un enemigo. Fue el día en el que un grupo de criminales, respaldados por muchos miles de personas, quiso comenzar a acabar con nuestro sistema de vida, de valores, con eso que llamamos Occidente y que representa cosas como la igualdad entre hombres y mujeres, la separación de poderes, la democracia, la libertad… Los asesinos y sus seguidores en Afganistán, Pakistán, Irán, Londres, Madrid, Palestina y muchas otras partes del mundo, donde se celebró el atentado, pretendían devolvernos a la oscuridad que quieren sus imanes, a la Edad Media, de la que tanto le costó salir a Occidente.
No consiguieron nada de eso. Eso sí, lograron –con la inestimable ayuda de un nefasto gabinete en la Casa Blanca– que el prestigio de Estados Unidos se deteriorase rápidamente gracias, sobre todo, a la invasión de Irak. Pero no nos engañemos: cuando las torres del World Trade Center no habían aún acabado de caer, ya había tertulianos en España que decían que «EEUU prueba su propia medicina» o trataban de justificar la acción terrorista invocando a «lo que habían tenido que sufrir esos hombres para llegar a cometer tal crimen», tal y como recuerda Elvira Lindo hoy en su magistral artículo. Son esos mismos opinadores que en mayo clamaron por «el asesinato» de Osama Bin Laden y se preguntaron por sus derechos, sin plantearse que el saudí perdió cualquier derecho cuando sus pilotos suicidas mataron a 3.000 inocentes el 11 de septiembre de 2001.
España es uno de los países con mayor tradición antiamericana y en estos diez años lo ha demostrado. Empezando por nuestro presidente, Rodríguez Zapatero, que en uno de sus arranques de frivolidad e infantilismo decidió no levantarse en un desfile como señal de respeto al paso de la bandera estadounidense. Entonces era líder de la oposición y faltaban cinco meses para que unos asesinos inspirados en el mismo ideario que los del 11-S matasen a 200 personas en Madrid. La excusa, esa vez, fue la alianza de España con EEUU en la lamentable intervención en Irak, pero que nadie dude de que Al Qaeda habría atentado igual en Madrid. De hecho, tras la vergonzante retirada de Irak, los mismos terroristas del 11-M pidieron que los españoles se marchasen de Afganistán… La acción de la policía, en Leganés, el 3 de abril, evitó más crímenes y más reivindicaciones, que imagino pasarían por la reconquista de Ceuta y Melilla, la imposición del velo en las escuelas o cualquier otro desvarío.
Nunca hay que buscar justificación ni razones al terrorismo. Lo único que hay que hacer es exterminarlo. Lo contrario, es una falta de respeto brutal a las víctimas. He estado en Nueva York varias veces en los últimos diez años. Siempre voy a la Zona Cero. En noviembre volveré para correr el maratón y regresaré a esa zona del sur de Manhattan para mostrar mi respeto y rendir un pequeño homenaje a esas 3.000 personas inocentes asesinadas. Y sentiré lo mismo que cuando viajo en AVE y veo las flores que siempre hay en la calle Téllez: un odio atroz hacia quienes cometieron esas barbaries y el deseo de que jamás se olviden y jamás se perdonen. Ni en Madrid ni en Nueva York.