Muchas mañanas de la semana –hoy, por ejemplo– repito el mismo ritual. Salgo de entrenar y voy a un Starbucks cercano. Allí saben desde hace años lo que tomo –«tall latte con leche de soja, con extra de café»– y me lo sirven sin preguntar. Pago por un café algo más de tres euros, un precio seguramente abusivo, pero lo pago muy a gusto. Y lo llevo haciendo muchos años, desde el 2002, cuando abrieron en Madrid las primeras tiendas de esta cadena de cafeterías, nacida en Seattle hace 40 años.
Casi nadie daba un duro por Starbucks en España. En un país atestado de bares y cafeterías, parecía imposible que triunfase un negocio en el que el café costaba más del doble de lo habitual y en el que –desde el primer día– no se podía fumar. Si a eso le sumamos que no había pinchos de tortilla y ni siquiera tostadas, sino muffins y cookies, el futuro de la cadena norteamericano pintaba muy negro. Sin embargo, como en el resto del planeta, Starbucks ha triunfado en España por razones que muchos economistas y expertos en negocios han intentado explicar hasta en libros.
Yo adoro los Strarbucks. Cuando viajo a Estados Unidos –Miami y Nueva York son mis destinos habituales– desayuno allí bien temprano (abren entre las 5 y las 6) y leo la prensa –en Nueva York venden el NY Times en todas las tiendas de la cadena–. Y aquí, en Madrid, forman parte de mis rutinas diarias. La amabilidad de sus empleados y el hecho de que uno pudiera estar con su café durante horas sin que nadie le molestase y sin tragar humo me sedujeron desde el primer día que entre en uno de sus locales. Además, tengo muy buenos recuerdos asociados a Strabucks. Mi tercer libro lo acabé de escribir allí. En mi casa –tengo dos hijos pequeños– era casi imposible lograr la concentración necesaria y cada día acudía a un Starbucks con mi viejo Powerbook y pasaba dos o tres horas escribiendo con total tranquilidad con uno o dos lattes como toda inversión.
Todavía hoy, utilizo los Strabucks como cuartel general para trabajar y, si no tengo trabajo, hago allí una parada para leer el periódico o un libro sin que nadie venga a limpiarme la mesa o a preguntarme una docena de veces si quiero algo más que el café que pido al entrar. Ayer leí que la cadena cumple 40 años, que lo va a celebrar cambiando su logotipo y eso me animó a contar mis razones para desear a Starbucks una larga vida. Os dejo este delirante gag sobre la polémica que hubo hace un tiempo cuando la cadena decidió admitir a gente armada en sus tiendas.