Las peripecias de Juan Carlos Aguilar, el asesino de, al menos, dos mujeres en Bilbao, me han movido a una reflexión que solo puede ser autocítica conmigo y con mi oficio y quiero compartirla aquí. Hoy, preparando el Territorio Negro que mañana haremos en Julia en la Onda, como todos los lunes, he comprobado como Juan Carlos –o Huang C., como se hacía llamar– había aparecido en los últimos años en distintos programas de hasta tres cadenas de televisión distintas, en los que le entrevistaban en calidad de monje shaolín, campeón de kung fu, sabio budista… Todo era una patraña. Sus crímenes han dejado al descubierto todas sus mentiras: ni era monje shaolín, ni tenía un solo título de artes marciales y ni siquiera había participado en combates en España.
Me pregunto por qué nadie, ninguno de los responsables de esos espacios, hizo esas comprobaciones antes de convertirle en protagonista de distintos programas de televisión, en los que el ahora asesino aparecía caminando sobre brasas, doblando lanzas con la garganta, chupando hierros candentes y hasta depilándose con un cuchillo. Practicando ese tipo de habilidades, más propias de un artista circense que de un luchador, y lanzando una verborrea llena de lugares comunes, envuelta en una pseudoespiritualidad en la que se mezclan conceptos budistas con los de la milicia.
Los periodistas –y me incluyo– trabajamos con demasiada ligereza: convertimos a un friqui en el primer monje shaolin occidental solo porque lo dice él y somos capaces de dedicarle media hora de televisión sin pestañear y sin cuestionar absolutamente nada. Hay muchos más mentirosos, más fabuladores, que engañan a la prensa –que se deja ser engañada con facilidad–, pero, claro, ninguno de ellos se convierte en criminal. Yo he aprendido algo con el falso shaolín. Confío en que todos hayamos aprendido.