Esta semana me han pasado unas cuantas cosas que me han llevado a una reflexión que quiero compartir aquí. Hace unos días, cayeron unos copos de nieve en Madrid, lo suficiente para que cuajase. Colgué en Twitter la foto que acompaña esta entrada e hice alusión a que se trataba del jardín de mi casa. Inmediatamente, una persona –periodista, para más señas– respondió en Twitter: «qué suerte tienes que tienes jardín, quizás sea herencia de la indemnización de tu padre». A través de mensajes privados, le pedí explicaciones por el comentario, especialmente por mencionar a mi padre, periodista jubilado, que trabajó durante toda su vida honradamente. Y que, en cualquier caso, sus salarios y sus indemnizaciones poco tiene que ver con la casa en la que vivo. El autor de tan desafortunado tuit me pidió disculpas y adujo que «cuando la gente se está quedando en la calle me ha podido la rabia».
Poco después, coincidí en el plató de Espejo Público con Ada Colau, la líder de Stop Desahucios, y Beatriz Talegón, la joven socialista. La tarde anterior, se había aprobado debatir su iniciativa legislativa popular en el Congreso y ella y algunos miembros más de su plataforma fueron desalojados de la tribuna del hemiciclo. Le dije en directo a Ada Colau que sus fines me parecían loables, pero que no me gustaba que el Congreso fuese escenario de gritos e insultos y que la soberanía popular residía en el parlamento, que es tan legítimo cuando nos estamos de acuerdo con lo que legisla y también cuando disentimos de ello. La legitimidad del parlamento no es un traje a medida. Acabé mi intercambio de opiniones con Ada Colau diciéndole que cuando nos empeñamos en quitar legitimidad a nuestros representantes, surgen fenómenos muy peligrosos: ultraderecha, ultraizquierda y populistas. Mi intervención me hizo merecedor de muchas críticas, la mayoría de ellas respetuosas, y de alguna perla como ésta: «Muchacho….cuando esté Ada Colau delante, aprende y deja de decir gilipolleces.»
Ayer por la tarde, en la manifestación convocada por Stop Desahucios, la propia Beatriz Talegón y su compañero de partido López Aguilar fueron insultados y expulsados de la protesta. Mientras tanto –sábado por la tarde– yo estaba en mi casa, viendo películas, sobre las que comenté algo en Twitter. Recibí las siguientes respuestas: «La gente está protestando por leyes injustas q inducen al suicidio y tú hablando de ti. Parece mentira q seas periodista. Este es tu nivel como periodista. La gente luchando x 1 derecho humano y a ti como ke t importa 1 comino. Coge la cámara y sal puñeta!»
Ejerzo una profesión que me expone al público. Mi trabajo es informar casi siempre y opinar en contadas ocasiones en televisión y radio. Además, mi presencia en las redes sociales me expone doblemente y soy muy consciente de ello. Asumo críticas, debato con discrepantes y creo que estas discusiones son enriquecedoras. Pero se están dando pasos muy peligrosos: el griterío, la demagogia y el sectarismo empiezan a extenderse en todos los rincones, incluido Twitter. Os he puesto unos cuantos ejemplos, ocurridos en apenas una semana. Trabajo con la realidad. Esa es mi principal materia prima y por ello soy plenamente consciente de la situación que están pasando millones de españoles y que contamos a diario en Espejo Público y en Más Vale Tarde. Y porque conozco la realidad desde hace más de 26 años –los que llevo dedicado al periodismo– sé que está llena de matices.
Hace unos días me sentí muy identificado con El peligro de simplificar, un post que escribió Juan del Val en el blog Los Tacones de Olivia, que él y Nuria Roca administran con éxito. Y esta última semana he vuelto a acordarme de él y ahora voy a evocarlo. Hace apenas unos instantes, mientras escribía esto, un tuitero que se define en su perfil como «terrorista contra ti, burgués. Marxista- leninista. Antiimperialista, odio racional e irracional a EEUU» me pregunta por mi ideología. Y, sinceramente, no sabría qué decirle. Desde luego, no lo tengo tan claro como él, pero lo intentaré, con el permiso de Juan del Val y siguiendo su metodología.
La ley hipotecaria me parece nefasta y creo que es necesaria una reforma profunda, pero creo que llamar a los banqueros asesinos o encabezar una pancarta contra los desahucios hablando de genocidio son salidas de tono que solo alimentan al sectarismo y a la demagogia. Admiro la democracia norteamericana, pero estoy contra la pena de muerte. Y estoy contra la pena de muerte, pero creo que Osama Bin Laden tuvo el final que merecía. No soy católico, pero creo que occidente se construyó sobre las raíces del cristianismo y las religiones no me agreden, salvo que traten de imponérmela a mí o a los míos. No me gustan nuestros políticos ni nuestro sistema de partidos, pero para mí en el parlamento reside la soberanía popular. Creo que los palestinos merecen hace décadas un estado propio, pero nunca a costa de la desaparición de Israel. No me gustan las guerras –y en alguna he estado–, pero creo que el mundo es mejor sin talibanes y que debería haber muchos más países combatiendo a Al Qaeda en Malí. No me gusta la ley de memoria histórica, pero pienso que todos los españoles merecen saber en qué cuneta fueron asesinados y enterrados sus antepasados, sean del bando que sean. Quiero que en mi país estén los mejores colegios públicos y gratuitos, pero llevo a mis hijos a un colegio privado. Quiero una sanidad gratuita y universal, pero yo tengo un seguro privado. Creo que hay que endurecer la ley para los delincuentes económicos y los que defraudan a Hacienda, pero no me gusta que se criminalice al empresario que tiene éxito y ha amasado una fortuna con su talento o su trabajo. No creo en las cuotas, sino en la cultura del mérito y del trabajo. Creo en la reinserción penitenciaria, pero hay tipos que jamás debían volver a salir en libertad. Podría seguir con muchos más grises, con muchos más matices, con muchas más contradicciones, inherentes, al menos a mí. Pero por encima de todo creo en la libertad. Y en dejar a todos ejercerla, siempre y cuando no se pisotee la de los demás, algo que está comenzando a pasar con excesiva frecuencia.
Quiero acabar con unas palabras de Antonio Muñoz Molina que acabo de leer en una entrevista que publica hoy El País Semanal: «En España es muy difícil decir lo que se piensa. Vivimos en una sociedad en la que, por falta de tradición democrática, existe una incapacidad de aceptar con naturalidad las opiniones o las informaciones que contradicen a la ortodoxia establecida por un grupo». Gracias, maestro, por decir tanto tan bien.