Mes a mes, semana a semana, casi día a día recibimos pésimas noticias sobre nuestro oficio, el del periodismo. Hace bien poco cerraba ADN, ayer Público anunció que se acogía a concurso de acreedores, las cifras de ventas y de ingresos por publicidad llevan en caída libre varios años y las redacciones de los diarios adelgazan cada vez más en número de profesionales y en la experiencia y el oficio de los que se quedan.
Hemos echado la culpa de esta muerte lenta de los periódicos a muchas cosas: primero se responsabilizó a la irrupción de los medios gratuitos; después, al crecimiento de Internet y a la aparición de medios de comunicación en la red, que iban a suponer «la muerte del papel», como anunciaban los gurús de la red, muchas veces con el colmillo bien afilado; ahora es la crisis la que tiene la culpa de que los periódicos y las revistas cierren y de que no haya lectores que se acerquen al quiosco.
Yo no puedo decir quién es el culpable de lo que parece la inevitable muerte de una manera de entender el oficio. Me crié –textualmente– en la redacción del periódico Pueblo, donde trabajó mi padre. Tras pasar nueve meses en una emisora de radio, dí mis primeros pasos profesionales en el diario Ya y desde entonces –salvo una fugaz etapa en la televisión– he trabajado siempre en periódicos y revistas. De hecho, me hice periodista para poder contar historias que la gente leyera en un papel, aunque hace tiempo me di cuenta de que me daba igual que las leyeran en una pantalla de ordenador, en una tableta o incluso en un teléfono. Además, soy lector de periódicos y revistas. Los compro, sobre todo, para buscar historias. Pero ya no las encuentro.
Me considero un privilegiado dentro de mi profesión por muchas razones. Por encima de todo, porque puedo seguir contando historias. En Interviú siguen poniendo papel a mi disposición para que yo pueda contar esas historias que quería contar desde muy joven. Hablo con compañeros de periódicos, excelentes reporteros de sucesos, y se quejan de que en sus diarios nunca hay espacio para sus historias y la red es un medio demasiado instantáneo como para contar relatos con cierto poso. Echo un vistazo a la prensa de hoy: «De Guindos dice…», «Chacón quiere presentar…», «Angela Merkel aplaude…» (son tres fragmentos de titulares de portada de Público, el último medio en apuros), «Gallardón propone…», «Mas avisa de que los ajustes…» Y así, hasta el infinito. En El País tengo la suerte de encontrar una historia, los relatos de mujeres que lograron escapar de la violencia de sus parejas. Al margen de la demolición de Urdangarín –que tengo que leer por obligación– lo único que me llama la atención como lector es esa historia de El País. Y eso me pasa a diario desde hace mucho, demasiado tiempo. Soy incapaz de encontrar en la portada de los diarios una buena historia que me motive como lector.
Un 80 o un 90 por ciento del contenido de los periódicos es casi idéntico en todos ellos: las mismas noticias, las mismas declaraciones de políticos, las mismas propuestas… Como faltan reporteros –porque se han jubilado, prejubilado, los han despedido o son muy caros de contratar– capaces de dar noticias propias o de contar historias, se llenan los periódicos de opinión porque, al fin y al cabo, casi cualquiera puede opinar. Las noticias que se cuentan se quedan antiguas, son del día anterior y las he visto en Internet. No me aportan nada nuevo, ni un análisis propio brillante ni una buena documentación… Así que las páginas de los periódicos se llenan de periodismo de declaraciones en el que el lector todo lo que encuentra es lo que dijo alguien –generalmente un político– o lo que alguien contestó a otro y así sucesivamente. Me encantaría que alguien se atreviese a aceptar el reto que propuso hace tiempo Antonio Muñoz Molina: que durante un mes desapareciesen las declaraciones de los diarios. Así, los periodistas no tendrían más remedio que trabajar en busca de historias o de noticias propias.
La crisis afecta a todo el mundo, sin excepción. A los diarios estadounidenses, también. David Simon hizo decir a uno de sus personajes de The Wire, un redactor jefe del Baltimore Sun: «Habrá que hacer mucho más con menos medios». Y así es. En EEUU y aquí. Es el signo de los tiempos. Pero allí hay una diferencia. Los grandes diarios estadounidenses siguen apostando por las historias. Cada vez que viajo a Nueva York, compro The New York Times y siempre encuentro una historia en su portada: la de los suicidios de los veteranos de Irak, la del creador de un nuevo código HTML, la de la explosión de los running backs de la NFL procedentes de la Universidad de Miami y su relación con el césped que hay en sus campos… Siempre hay, al menos, una historia que despierta mi interés, ya no profesional, sino de lector raso. Aún en tiempo de campaña electoral, The New York Times se resiste a abrir su edición con noticias políticas. El que se acerca al quiosco y paga el precio que cuesta el periódico, sabe que se lleva algo que no va a encontrar en otro sitio.
No se me ocurriría sugerir que la culpa de la crisis de la prensa la tenemos los periodistas o que el cierre de medios o el mal momento de, por ejemplo, el diario Público es responsabilidad de sus profesionales. Pero sí que echo de menos en mi oficio algo de autocrítica. La culpa no puede ser solo del empedrado. Creo que los medios y los periodistas nos hemos acomodado en este statu quo. Para todos es mucho más cómodo seguir recogiendo declaraciones mientras el oficio, tal y como lo entendemos los que pasamos de los 40, va desapareciendo.