La primera vez que vi a Clarence Clemons estaba en 2º de BUP. Un compañero de colegio trajo el LP The River, de Bruce Springsteen, y me lo dejó para que lo grabase en una cinta –TDk de cromo, de las buenas–. En las ilustraciones de la carpeta del vinilo aparecían un par de fotografías de los componentes de la primigenia E Street Band y allí estaba aquel tipo enorme, al que apenas presté atención en la escucha del disco: The River, Sherry Darling, Out in the Street y Hungry Heart me parecieron ya entonces magníficas canciones, pero el saxo de Clemons pasó inadvertido para mí.
Salí del colegio y Bruce Springsteen comenzó a formar parte de la banda sonora de mi vida, especialmente después de comprarme aquella monumental antología en directo, Live 1975-1985. Me enamoré para siempre de Thunder Road, No surrender, Badlands y todas esas canciones a las que aún hoy recurro, según sea mi estado de ánimo. Era la época dorada de los videoclips y yo había visto una y mil veces el de Born to run, en el que Clarence bailaba y hacía de complemento perfecto al hiperactivo Bruce en ese compactado de actuaciones en directo que componía el videoclip.
En el verano de 1988, ya estaba dedicado a la información de sucesos, en el desaparecido diario Ya, la escuela en la que me hicieron hombre y periodista. Fui con unos compañeros a ver el concierto de Bruce Springsteen en el Vicente Calderón. Fueron cuatro horas de desbordante energía, de rock and roll como jamás yo había contemplado. Al acabar aquella descarga de adrenalina, Juan Carlos Serrano, Ángel Gonzalo, Javier Saz, María José Manteiga, Luz Cappa, yo y algún compañero más del periódico volvimos a la redacción para acompañar a Luis Carlos Buraya, que tenía que escribir la crónica. Hablamos y hablamos durante horas de aquel concierto, del que aún sigo hablando con quien me quiera escuchar: del Twist and Shout, de La Bamba, del Born to run con las luces del estadio encendidas… Y de Clarence Clemons, Big Man, como le había presentado el Boss: una mole de más de cien kilos encendiendo con su saxo los mejores momentos de la banda.
Aquel concierto me sirvió para engancharme definitivamente a Bruce. He comprado desde entonces todos sus discos y he estado en todos los conciertos que he podido, sobre todo cuando ha venido acompañado de la E Street Band: la plaza de toros de Barcelona, el Santiago Bernabéu, la Peineta… He debido estar en diez o doce conciertos. No soy tan mitómano como mi amigo José Antonio Álvarez –que estoy seguro que guarda todas las entradas de los conciertos del Boss a los que ha asistido–, así que no lo puedo decir con precisión, pero sí recuerdo muy bien las dos últimas veces que vi a Clarence Clemons.
En julio de 2008 fui con Sonia, mi mujer, a Barcelona para ver a Bruce y su banda en el Nou Camp. Le habíamos visto un par de días antes en el Santiago Bernabéu, pero sé que el Boss siempre da lo mejor de sí mismo en Barcelona y no me lo quise perder. Un sensacional concierto con un momento inolvidable que hoy he recordado una y mil veces: cuando las luces del escenario se apagan y sólo hay un cañón que apunta a Clarence Clemons interpretando su solo de saxo en Jungleland, una bellísima canción del disco Born to run. Hay momentos de los conciertos de Bruce cargados de emoción, en los que se me hace un nudo en la garganta y ese siempre fue uno de ellos.
La última vez que vi a Clarence Clemons fue en Tampa Bay, en Florida, en el estadio de los Bucaneers. Fui hasta allí en febrero de 2009 para ver la Superbowl con mi amigo José Antonio Ponseti, un inolvidable partido que los Steelers de Roethilsberger ganaron a los Cardinals de Warner. El halftime show estaba protagonizado por Bruce y la E Street Band. Apenas 13 minutos de concierto, pero qué trece minutos: Tenth Avenue, Born to run, Working on a dream y Glory days… Pura energía concentrada en la que Clemons y su saxo tuvieron un papel estelar. Horas antes, Ponseti y yo habíamos visto a Big Man fuera del estadio: estábamos en uno de los atascos que se forman por obra y gracia de las estrictas medidas de seguridad de este evento. En el coche de al lado viajaba Clarence, que nos devolvió el saludo y apuntó con su pulgar hacia arriba cuando le saludamos. Parecía lo que era: un señor de casi 70 años, con achaques, recién operado de las rodillas… Al verle en el escenario, sin embargo, se convertía en un ciclón, en el complemento perfecto de Bruce, en el componente indispensable de esa fábrica de rock and roll que es la E Street Band. Cobra sentido aquella frase de Enrique Urquijo: «pero cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario».
Hoy, muy temprano, al enterarme de la muerte de Clarence Clemons, he repasado gracias a sus canciones y a sus conciertos una buena parte de mi vida, en la que me han acompañado Bruce y el Big Man, esa curiosa fraternidad que ya es irrepetible y eterna. He escuchado otra vez Jungleland y no quiero volver a oírla en directo: no sin el saxo de Clarence Clemons. Adiós, amigo, te echaremos de menos. Y thanks for the memories.