Mi hermano es del Atleti

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Así es. Mi hermano Pepe es del Atleti. La vida nos hizo vivir separados en distintas ciudades durante muchos años, pero cuando regresó a Madrid comprobé lo colchonero que era: socio, abonado y del Frente. Es de esos atléticos que da igual que llueva, granice o hiele, que él está ahí, en el fondo, dejándose la garganta animando a su Atleti. De esos que unas horas después de que el Atleti perdiese en el último derby liguero con el Madrid por enésima vez, estaba haciendo cola para comprar su entrada para la final de Copa, con la esperanza de que la racha se iba a romper en el día más adecuado, en la final y en el Bernabéu –él tiene otro calificativo para el estadio del Real Madrid, porque es tan antimadridista como se espera de alguien tan atlético–. He visto a mi hermano -ya no es ningún niño- disfrutar como un crío con los títulos que han llegado en los últimos años: las Europa League, las supercopas de Europa… E imagino que ninguno lo habrá disfrutado como éste.
Soy madridista, pero desde niño –casi todos mis mejores amigos eran colchoneros– he sentido una sincera admiración por el Atleti. Más que por el Atleti, por su afición. Una afición que aguantó impertérrita un descenso a Segunda, que jamás abandona a su equipo, que cuando ha perdido una final -recuerdo la derrota en Copa del Rey ante el Sevilla- se queda en el campo despidiendo y aplaudiendo a sus jugadores, una afición que sobrevivió a Jesús Gil, una afición capaz de viajar en masa a Mónaco confiados en que su equipo podía ganar a los todopoderosos Inter y Chelsea –como así fue–…
En estos últimos tiempos envidio otra cosa del Atleti: su entrenador, Diego Simeone –al que admiré como futbolista–, ha logrado que sus jugadores se identifiquen con él y él está absolutamente identificado con su club y con su afición. Creo que es un tipo honesto, sin divismos, con unos códigos grabados a fuego –como muchos futbolistas argentinos– y, desde luego, es el compañero que yo quisiera tener junto a mí en una trinchera en cualquier guerra. Hace unas semanas le dije a mi hermano que el Cholo era el último entrenador al que yo querría tener delante en una final: creo que maneja las herramientas necesarias para ganar a cualquiera a un partido. Y no estoy hablando de fútbol. Hablo de compromiso, de esfuerzo, de trabajo y, sobre todo, hablo de códigos, de esos mismos códigos de los que hablaba Bill Shankly, el histórico manager del Liverpool, autor de una frase que podría haber pronunciado Simeone en los instantes previos a la final del viernes: «Algunos creen que el fútbol es solo una cuestión de vida o muerte, pero es algo mucho más importante que eso». A Shankly se le atribuye otra genial recomendación, que debería ser válida para cualquier afición: «Si no puedes apoyarnos cuando perdemos o empatamos, no nos apoyes cuando ganemos.» El Liverpool erigió una estatua a Shankly en Anfield Road con una leyenda: «He made people happy» (Él hizo a la gente feliz). Creo que no hay mejor homenaje posible a alguien dedicado al fútbol.
Mi hermano anda muy feliz, mosqueado conmigo porque no le felicité a tiempo, pero muy feliz. A él y a otros muchos amigos atléticos, Simeone y los suyos les han hecho felices con una receta tan sencilla como antigua. Sin artificios, sin sobreactuaciones, sin crispaciones, sin vetar a la prensa… Solo jugando al fútbol. Y no hablo de fútbol, no sé lo suficiente. Hablo de maneras de vivir, como dice Hugo Cerezo. Felicidades, hermano.

Reflexiones (no futbolísticas) tras la final

Ayer lloré. Mientras mis hijos saltaban, gritaban, se tiraban a la piscina vestidos… Yo no me podía mover del asiento y lloré, de manera callada, solo, pero muy emocionado. España ha ganado la Copa del Mundo y para todos los que hemos jugado o seguido el fútbol y arrastramos frustraciones desde el no gol de Cardeñosa en 1978, el gol de Iniesta significó mucho más que un gol, fue un giro a la historia.
Hoy he visto en la calle a cientos de miles de personas a las que durante unas horas les ha cambiado la vida para bien. He visto alegría, sonrisas, optimismo… Ya lo dije hace unos días: el fútbol tiene algo mágico, capaz de transformar nuestras vidas, sumidas en una de las épocas más sombrías de las últimas década, pero puestas patas arriba gracias a nuestra selección. No es un caso único. En 1978, Argentina olvidó que estaba gobernada por uno de los regímenes más infames y criminales de la segunda mitad del siglo XX para celebrar su primer título mundial y entronizar a Kempes, Tarantimo, Housseman y compañía.
Como decía antes de la final, mi país será mañana el mismo, pero sí que creo que se pueden sacar unas cuantas lecciones de los tipos que estos días nos han llevado a un estado de felicidad enorme y que han sido capaces de poblar España de banderas, sin complejos. A saber:
Unidad. Lo he leído hoy en alguna parte: por favor, que los políticos se abstengan de opinar sobre la selección española, porque seguro que ni en eso se ponen de acuerdo. Una de las muchas imágenes que ayer me llamó la atención fue el enorme y sentido abrazo que se dieron ayer nada más acabar el partido Iker Casillas y Carles Puyol. Son los capitanes del Real Madrid y del Barcelona, irreconciliables enemigos durante la liga, pero un bloque indestructible cuando defienden a la selección. Casillas fue cuestionado antes de comenzar el Mundial y fue su suplente Víctor Valdés el primero en defenderle y reivindicar su puesto en la portería de la selección. Cesc, capitán del Arsenal, ha aguantado sin decir una palabra más alta que otra su suplencia. Como Fernando Torres en los dos últimos y definitivos partidos. Y como Arbeloa, Albiol, Marchena, Mata, Javi Martínez, Llorente... Y todos los que no han jugado apenas minutos, pero eran los primeros en hacer grupo en pos de un fin común. Trasladar eso a la vida pública o, simplemente, a la idiosincracia de los españoles –pensad cada uno en vuestro trabajo– parece una labor titánica.
Humildad. Los jugadores de esta selección nos han conquistado, no sólo por su indudable calidad, sino porque, como dice mi amigo Carlos Martínez, son exactamente lo que parecen: buenos tipos. Tipos que se paran ante cada periodista que les quiere entrevistar, tipos que no se olvidan de los que ya no están, tipos liberados de la purpurina y el eterno glamour que rodea a otros divos del fútbol. Respetuosos con el rival, serenos en la derrota y generosos en la victoria, como demostró ayer Sergio Ramos, que acudió al vestuario de Holanda para consolar a sus ex compañeros Sneijder y Robben. Vicente del Bosque sea quizás el mejor ejemplo de esto: un hombre que lo primero que hace es apartarse de los focos al acabar cada partido para dar la mano a su colega rival, un tipo que lo que aporta en cada una de sus apariciones es sentido común y humildad. Un modelo que, evidentemente, a Florentino Pérez –amante de los oropoles y de las vacuidades–, le parecía ya en 2003 que estaba «anticuado».
Trabajo. En la selección hay un enorme talento, pero hay una ingente cantidad de trabajo detrás de ese triunfo. Los 23 futbolistas que componen la selección española son grandísimos profesionales, dedicados en cuerpo y alma a su trabajo. Entrenan, comen, se cuidan y viven como lo que son, deportistas de élite. Lejos quedan ya los tiempos de los supuestos genios que tenían que salir por la noche para meter goles y frivolidades parecidas… Nuestros jugadores se sacrifican y se dedican al cien por cien a su profesión. Trabajan para ser los mejores. Transmitamos los valores del esfuerzo, el sacrificio y el trabajo a nuestros hijos. Que tengan claro que a ser campeón del mundo se llega trabajando.
Por último, me gustaría añadir algo. ¿Por qué a alguien le parece mal que Xavi y Puyol lleven una senyera y no le parece igual de mal que Villa lleve una bandera del Principado de Asturias? Me voy a contestar yo solo: porque hay mucho imbécil deseando abrir debates donde no los hay.
Enhorabuena a todos y a todas los que estos días se han sentido tan orgullosos como yo de todos los jugadores de la selección. Sin excepciones.