Llevo once horas acumulando en mi cabeza recuerdos, imágenes y palabras de Fiti. Juan Luis Álvarez, Fiti, ha muerto hoy, de repente, mientras tomaba café en el bar en el que lo solía hacer cada mañana antes de ir a la redacción de Interviú, una redacción que lleva once horas llorándole, une redacción en la que ha dejado un vacío –él sí– que será imposible de llenar. Al mediodía, Luis Rendueles me mandaba un lacónico whats app en el que me daba la noticia. Unos días antes, Luis y yo habíamos hablado de él: «está haciendo cálculos para ver si puede prejubilarse», me dijo Luis. Dejé hace algo más de tres años Interviú y uno de los momentos que tengo grabados de aquel día fue el abrazo de Fiti: «Morenín, te va a ir de puta madre, ya lo verás». Fiti en estado puro. Fiti bondadoso y generoso, como fue siempre en los doce años que compartí redacción con él.
En un tiempo en el que lo políticamente correcto amenaza con gangrenarlo todo, Fiti era el más políticamente incorrecto. En un tiempo en el que los periodistas olvidamos la esencia de este oficio y pasamos más horas en las redes que escuchando y anotando con boli y bloc, Fiti renegaba de las redes sociales y se negaba a pronunciar bien Facebook o Twitter. En un tiempo en el que la competitividad se entiende como el pisoteo al compañero, Fiti era el que te echaba una mano siempre que podía y si el lunes habías publicado un buen reportaje, era el primero que te felicitaba. Fiti leía los periódicos en papel, tomaba notas en servilletas y no sabía, ni puñetera falta le hacía, qué es un smartphone ni un hashtag.
Fiti era el último de su especie. Un reportero de los que convirtieron a Interviú en una escuela de periodismo en la que tuve el privilegio de aprender. Se fue su amigo Antonio, con el que discutía de gastronomía y arte sacro, y se fue su amigo Freddy, con el que formaba la pareja más peculiar y eficaz del periodismo español. Ellos se fueron, pero él siguió impartiendo magisterio. Si Fiti iba a un pueblo a por una historia, la contaba bien contada y, además, venía con la lista de los restaurantes más apañados de la zona. Fiti titulaba como nadie y era rápido y eficaz escribiendo, pese a sus peleas con los sistemas informáticos y de edición. El olfato y el instinto le mantuvieron en primera línea, contando historias en letra impresa, dando voz a los que nunca tienen. Recorría los periódicos de provincias husmeando noticias que él convertía en reportajes. Capaz de que le abriesen una iglesia en plena noche o de convencer a un grupo de vecinos para que posasen en cualquier sitio, Fiti era único en la calle. Depositario de unos códigos a punto de extinguirse, Fiti era honrado con su trabajo y con sus compañeros.
Fiti me acogió, como a tantos otros compañeros, sin recelos, sin reservas, sin preguntar cómo había llegado hasta allí. Me contó cientos de batallas parecidas a las que cuento yo ahora a los jóvenes con los que trabajo. Fiti mantenía el espíritu de una redacción y hacía buena la frase de que las redacciones no son lugares en los que se trabaja, sino lugares que se viven: ponía música infame al caer la tarde, era faltón con todos, sin importarle si eran directores o becarios, y encajaba las críticas a su indumentaria con torería: «Este paño, chaval, es de primera», decía tocándose la pelliza.
Hoy Fiti se ha ido. Ha dejado dos hijos huérfanos y una redacción rota. Yo solo puedo darte las gracias. Por ese abrazo del último día que estuve en Interviú y por lo generoso que siempre fuiste conmigo. Nos vemos, socio.