Vaya por delante que no me gusta que nadie vaya a casa de nadie a protestar por nada. El domicilio de cada uno es inviolable, así lo dicen las leyes. Y en los domicilios hay hijos, padres, esposas… que poco tienen que ver con la actividad que se trata de recriminar con esos escraches, acosos, piquetes informativos o como le queramos llamar. Como dijo mi ‘hermano’ Luis Rendueles en Más Vale Tarde, no me gusta ni siquiera que se vaya a casa de José Bretón, el asesino de Ruth y José.
Una vez dicho esto, que la presidenta de Castilla-La Mancha y secretaria general del Partido Popular, María Dolores de Cospedal, haya dicho que los escraches son «nazismo puro» me parece una ofensa a las verdaderas víctimas del nazismo, que fueron millones de personas en toda Europa. Y, además de ofensivo, es una estupidez. Tan ofensivo y tan estúpido como cuando las plataformas de afectados por la hipoteca hablan de genocidio para definir la tragedia de los desahucios e incluso encabezan manifestaciones con pancartas que emplean esa palabra. Imagino a kurdos, judíos, armenios, ruandeses, bosnios musulmanes, camboyanos, indios guatemaltecos… revolviéndose ante el alegre uso de la palabra que nació para designar crímenes contra la humanidad.
Me voy a permitir recomendar a los que emplean una y otra palabra con alegría y sin ser conscientes de su verdadero significado una lista de lecturas, con la seguridad de que no la harán ni caso, porque el mal uso de las palabras nazismo y genocidio radica en la supina ignorancia, un mal que se suele paliar con las lecturas. Ahí van:
El infierno de los jemeres rojos, de Denise Afonço.
Si esto es un hombre, de Primo Levi.
Quiero dar testimonio hasta el final, de Victor Klemperer.
Bajo una estrella cruel, de Heda Margolius Kovaly.
Crónica del gueto de Varsovia, de Emanuel Ringelblum.
Una temporada de machetes, de Jean Hatzfeld.