La Pringue

Manuel Marlasca


Gracias, profesor Reverte Coma

El antropólogo forense José Manuel Reverte Coma falleció hace unos días. A finales de los años 80 tuve la oportunidad de conocerle y de que me hablase del lenguaje de los huesos muchos años antes de que la doctora Bones triunfase en la pequeña pantalla. Aquí van mis recuerdos, cargados de melancolía y cariño, del profesor Reverte Coma.

En 1989, yo era un pepinillo, un novato que llevaba algo más de un año como reportero de sucesos del desaparecido diario Ya. En enero de ese año, se hallaron en el Mesón del Lobo Feroz, en el corazón del barrio de Lavapiés, los esqueletos de dos mujeres que habían sido emparedadas y apenas dos meses después, la Sección de Homicidios de la Brigada de Policía Judicial –dirigida por Dionisio Navas, que dejó una brillante carrera de policía poco después- detuvo a Santiago Sanjosé Pardo, un ex legionario alcohólico. La policía destacó el papel fundamental en la resolución del caso de quien hasta entonces solo era conocido en los ambientes científicos: el profesor de Antropología Forense José Manuel Reverte Coma. Fue él quien estudió detenidamente los esqueletos, dató las muertes y hasta determinó el arma homicida: un cuchillo jamonero.

En aquella época yo tenía el hambre que dan la juventud –que ya no conservo- y las ganas de aprender –que mantengo intactas-, así que me empeñé en conocer al profesor Reverte Coma. Esos días, el científico concedió entrevistas hasta a Radioteléfono Taxi, así que la que publiqué en el Ya no tuvo mayor mérito, pero me abrió una puerta que me sirvió para conocer mejor al profesor y entablar cierta amistad con él, un privilegio por todo lo que pude aprender de él, un sabio en la más amplia concepción del término.

La primera vez que vi a José Manuel Reverte superaba ya los sesenta años y me recibió en su despacho de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense con motivo de la entrevista que me concedió para hablar de su intervención en la investigación de los crímenes del Mesón del Lobo Feroz. Detrás de su mesa escritorio me vigilaban decenas de cráneos, de los que no podía apartar la mirada, algo que detectó el profesor. Sin ninguna suficiencia y con mucha ternera, Reverte fue señalando los cráneos: “éste está momificado”, “éste, corificado, su piel se ha convertido en cuero por las variables de temperatura y humedad en las que se conservó”, “éste es un cráneo reducido por los jíbaros…”. Salí de allí impresionado y con la convicción de que cada rato con ese hombre era una lección magistral que yo debía aprovechar. Uno de los privilegios de mi profesión es exactamente ese: las oportunidades que te brinda para conocer a personas de las que aprender.

Así que hice lo posible por mantener mi relación con el profesor Reverte Coma, que atesoraba a partes iguales sabiduría y bonhomía. Me recibió varias veces en la universidad, donde incluso me dejó conocer sus cazuelas –enormes calderas donde cocía los restos que debía analizar- y me habló de su fórmula –una combinación de compuestos químicos- para eliminar las partes blandas y dejar los huesos limpios: “Mira, se quedan blanquísimos”, me dijo mostrando un fémur recién cocido mientras en una caldera asomaba a un pie aún con parte de la piel en uno de los momentos más surrealistas que recuerdo en su compañía.

Otras veces, el profesor me recibió en su casa, en el barrio de Chamberí. Allí me mostró su colección de objetos indígenas –pasó varios años estudiando las enfermedades de varias tribus en Panamá­- y me reveló –como siempre, con humildad- que era uno de los mayores especialistas del mundo en enfermedades tropicales. Me regaló una de sus obras, “La Antropología médica y El Quijote”, y allí, sentado en su despacho volví a vivir un momento que podría encajar perfectamente en “Amanece que no es poco”. Su esposa irrumpió en el despacho recriminándole: “Te he pedido muchas veces que no te traigan estas cosas a casa, que te las lleven al trabajo”, le dijo señalando dos enormes bolsas. En su interior había dos cuerpos momificados.

Mantuve durante un tiempo mi relación con el profesor, di cuenta del museo de Antropología que lleva su nombre, inaugurado en 1997, me enseñó infinidad de cosas de lo que él llamaba el lenguaje de los huesos muchos años antes de que la pizpireta Bones triunfase en televisión. Hace apenas unos meses, pregunté por él con ocasión de un reportaje que hicimos en Más Vale Tarde sobre los crímenes de El Lobo Feroz. Me dijeron que andaba bastante delicado. El domingo pasado, mi incombustible manía de leer las esquelas del ABC me sirvió para enterarme de la muerte del profesor Reverte Coma. Cumplir años sirve para ir atesorando recuerdos tan buenos como los que guardo de él y que hoy comparto aquí. Allá donde esté, gracias, profesor.



3 respuestas a “Gracias, profesor Reverte Coma”

  1. Avatar de Eduardo C López
    Eduardo C López

    Eminencia de la Ciencia, D.E.P

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  2. marlasca, no es preveer, es prever.
    díselo también a la «lista» esa que no t edeja hablar (la abogada beatriz)

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